Hasta la vuelta


"Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable"
-Joaquín Sabina-


Voy a caminar unos días en el pasto, descalza. Voy a salirme de los caminos estrechos, tengo una sobredosis de melancolía y de cansancio, creo que lo mejor es largarme por un rato, no tengo idea del tiempo, las horas pasan lentas ante mis ojos, sin embargo en el calendario pasan como pájaros.

Salud, amor y paz en sus corazones.
Un abrazo grande para todos y hasta la vuelta.
Patricia.

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Barredor de nubes

Este cuento se lo dedico a un barredor de nubes.
A Dientitos de leche con todo mi amor, porque un día que mi cielo estaba repleto, él con este regalito de alas y crayón me devolvió la sonrisa.
A todos aquellos amigos con quienes comparto este cielo día a día y que tienen un niño barredor de nubes por dentro porque con sus detalles simples en las letras o sus gestos de cariño, tantas veces me han hecho ver el sol.
En especial se lo dedico a mi esposo y a mis hijas, por el apoyo que he recibido de ellos todo este tiempo.


Amor y paz en estas fiestas, ese es mi deseo para todos.
Pato
Barredor de nubes
Había una vez un pueblo que quedaba muy cerca del mío, pero que casi nadie lo conocía.
Yo sí, porque era viajante de comercio, vendía conservas dulces y saladas. Panteones, rosca de reyes, turrones, mantecol con nueces, confituras, maní con chocolate.
De la mejor calidad, eso sí.
En ese pueblo las fiestas eran cada vez mas tristes y mas solitarias, yo no sé porqué seguía yendo, tal vez por costumbre.
Porque en verdad no había mucho que festejar.

Nunca fue un pueblo turístico, pero ya no iban ni vecinos, ni familiares, ni amigos, y de su gente y sus paisajes se conocía cada vez menos.
Ya no salía en los mapas, porque estaba cubierto por nubes.
Pese a la humedad que reinaba en el cielo, abajo todo se había ido secando con el tiempo.
Yo iba poco, porque ya casi no compraban mis mercancías, pero de tanto en tanto iba y ese Día de Reyes me encontraba allí.

Todo empezó un día, hace mucho, mucho tiempo atrás.
Yo todavía era joven.
El cielo se llenó todo de nubes en pocas horas. De una punta a la otra, de izquierda a derecha se hizo un techo de nubes que nunca se llovieron.
Quedaron como apelmazadas allí arriba.
Y el sol nunca más se vio por aquellos pagos.
Las flores y los árboles con frutas se fueron secando.
Los campos se volvieron páramos oscuros, como las miradas de la gente, igual que los negocios del pueblo, que de a uno fueron apagando sus luces, cerrando sus puertas, porque no había mucho para vender, ni gente que quisiera comprar.
Sus habitantes poco a poco se fueron marchando porque la vida iba perdiendo el sentido.
Los pocos pobladores que amaban profundamente esa tierra, eligieron vivir como se pudiera y morir en ella sepultados bajo las nubes si era necesario, pero sus caras se fueron volviendo tan pálidas, que parecían lunas flacas y sus manos sólo construían barcos.

En la plaza del centro se acumulaban montañas de barcos, siempre imaginando que el día que lloviera podía durar años y tener asegurados centenares de barcos les mantenía la tristeza tranquila y así pasaban sus días. Por la mañana construyendo esperanzas de madera y por las tardes se sentaban a mirar el cielo encapotado por esa pena húmeda que los había ido tapando.

Un día el único hijo del peluquero que aún vivía en el pueblo, sentado en la silla, mientras su padre le hacía su corte quincenal, le preguntó que porqué él no iba con los otros a construir barcos a la plaza.
Su padre le dijo que no sabía construir barcos.
Y el niño, con razón, le pidió que aprendiera, porque tenía muchas ganas de conocer el sol.
Que ya no quería verlo en figuritas.
Y su padre no tuvo más remedio que contarle su plan secreto que venía pensando durante los últimos años. Entonces le pidió su ayuda incondicional para poder llevarlo a cabo.
Con los ojos repletos de asombro el niño escuchó a su padre contar paso a paso lo que tenía pensado. Cuando terminó, le pareció (al niño) que era un disparate, pero al darse cuenta del brillo desconocido que había en los ojos de su papá, que ya empezaban a tener arrugas; cuando escuchó el entusiasmo de esa voz que casi se estaba extinguiendo y cuando vio que las manos que durante años no hicieron otra cosa que cortar cabellos, se movían ahora como las de un titiritero, le creyó.

Después lo llevó (el padre) a la piecita del fondo que estaba llena de cajas y le mostró su contenido.
El niño pegó un grito de horror y su padre le dijo que no se asustara, que nada más eran inofensivas trenzas de pelo.
Yo no sé hacer barcos –le dijo- pero tengo una facilidad para las trenzas que ya llevo metros y metros y metros, pero aún faltan muchísimos mas para lo que yo quiero conseguir.
El niño del pueblo cercano al mío, le preguntó que cómo podía ayudarlo.
Y su padre le dijo, que le enseñara a remontar barriletes, que él ya se había olvidado.
No entendió mucho qué tipo de ayuda sería esa, pero el padre le dijo que en el momento se lo explicaba, que esta noche debían acostarse muy temprano porque mañana tenían que madrugar.

En efecto, cuando cayó la tarde el niño y el padre, que habían pasado todo el día haciendo trenzas de pelo, se fueron a dormir con una sonrisa en sus caras de luna.
Que esa noche parecían lunas llenas.

Al amanecer los dos saltaron de la cama, apenas escuchar el canto del gallo. Se vistieron, tomaron un chocolate caliente, se calzaron sus mochilas y cargaron la furgoneta del peluquero con todas las cajas llenas de trenzas.

Partieron rumbo a las afueras de la ciudad.
Era mejor empezar por allí.

En pleno campo, niño y padre comenzaron a remontar barriletes con ovillos de trenzas tejidas, que apenas llegar a las nubes se quedaban pegados a ellas y desde abajo el padre le explicó que fueran envolviendo cada barrilete con retazos de nubes hasta hacer enormes copetes de algodón y como por arte de magia el cielo se fue limpiando.

Esa mañana cuando los pobladores abrieron los ojos, todo tenía un color y un brillo que ya casi habían olvidado

Había regresado el sol.

A esa hora, por la carretera del sur, un niño y su padre llevaban atados en su furgoneta, ramos y ramos de nubes que iban dejando por cada casa, cada campo, cada negocio que encontraban reseco en el camino.
Finalmente con los copos de nubes que quedaron los llevaron a la plaza, e hicieron un lago de algodón y un muelle donde amarraron los barcos.

Esa misma tarde en la ciudad se hizo una gran fiesta para ver el atardecer y el peluquero y su hijo fueron agasajados por la gente del pueblo.
Los pocos que quedaban salieron a las calles con mesas y manteles blancos y sillas y acordeones y vinos.
Yo que me encontraba allí, en un hotel que se caía a pedazos, me sumé a la fiesta con todos los dulces que llevaba en mi valija para vender. Panteones, roscas de reyes, turrones de almendras, confituras, mantecoles, maní con chocolate, todo cuanto tenía lo esparcí sobre las mesas.

Era medianoche cuando me puse a mirar el cielo, mientras los demás bailaban. A mi lo del baile nunca se me dio, entonces me puse a contemplar aquél espectáculo del que era espectador casual. Y con los ojos asombrados de ver estrellas en aquél lugar, vi cruzar por el cielo a los Reyes Magos. No dije nada a nadie, porque le iban a echar la culpa al vino y a una costumbre mía, que decían que yo tenía.
Que era la de contar puros cuentos, pero aquí donde me ve, yo le digo que los vi bajar en la casa del único niño que quedaba en el pueblo.

Era en los fondos de la casa del peluquero.





A todos , gracias por hacer mas fácil la vida.





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Escarbando



Me eternizo sobre unos versos mal trazados.
Ya no escribo, escarbo.

Camino por tus manos dejando surcos ampollados, me tiro de la cornisa del piso más alto para volar un rato con alas prestadas por Dientitos de leche.
Estoy a salvo.
Soy un pájaro de medianoche, con una herida incurable en el costado y cien vidas en el bolsillo izquierdo donde guardo la llave de una puerta que amo.
No supe cómo.
El bolsillo se ha rasgado, la llave se ha perdido y mis plumas tienen frío.

Aunque aquí es verano.

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En gris


De pronto surge algo que se vuelve nube.
Se opaca todo.
Ves en gris.

Después, muchas palabras ciempiés escapan del nido. Caminan impiadosamente durante la noche por los laberintos de siempre hasta juntarse y formar una tormenta que termina cayendo, derramada en versos, sobre un techo de zinc a las tres de la mañana.

Poco importan el después y los versos nacidos en ese páramo incierto, que despierta el eco de no ser.
Sólo raspa esa nube caminando en las arterias, buscando estacionamiento, dejándote sin color.

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Un cuento mío


Ya dije quién contaba un cuento.
Eso fue alguna vez
porque recuerdo que fue cierto.
-Jaime Sabines-


La primera vez que robé, me pescaron.
Todavía recuerdo los ojos de mi víctima. Eran negros y redondos como cascarudos, pero de un tamaño demencial para aquél rostro. Que parecía una cara normal al principio, sino no me hubiera animado, pero cuando me vio sus ojos comenzaron a crecer casi hasta escapar de sus órbitas y me miraban con toda la intención de venir a cortar mi mano.
La víctima no dijo nada, sólo me sostuvo la mirada un largo rato, como cinco horas o algo así. O tal vez fueron dos años y no recuerdo bien.
El tiempo se detuvo en aquél acto.
Yo no me declaré culpable de inmediato, tampoco me dí por aludida. Me senté sobre el objeto robado y mi mano.
Mi padre siguió con la compra del mercado y una vez que terminó me quiso bajar del cajón de manzanas verdes.
Grand Smith, se llaman hoy.
En ese momento para mi fueron algo desconocido, mágico. Nunca había visto manzanas de ese color verde brillante como si estuvieran recién barnizadas.
Para mi las manzanas eran todas rojas.
Y me quise quedar con una.
Incluso ya la había mordido y no me había gustado, pero me la quería quedar igual, de recuerdo.
Mi padre luchaba conmigo que estaba agarrada al cajón de manzanas como una garrapata y la víctima se fue acercando, con los ojos desmesurados.
Me dijo que le diera la mano.
Se la di.
La otra me dijo.
Tardé un ratito y le di la otra.
Me estaba hipnotizando.
Ahora se me baja despacito de ahí arriba.
Eso rompió la hipnosis.
Me negué bajando la cabeza.
¿Se va a quedar a vivir arriba del cajón? Me preguntó Ojos de lechuza, mientras mi papá no sé porqué se reía si yo estaba a punto de ser llevaba presa.
Con la cabeza mas baja todavía le dije que si.
Mi victimario le preguntó a mi papá a cuánto se podía vender una nena enojada y con trompa de elefante.
Mi papá hizo un cálculo estimativo y el señor le dijo que era muy muy caro. Entraron a regatear el precio.
¡Mi papá parecía dispuesto a venderme!
¿Y una nena bonita con una manzana mordida cuánto puede salir? Preguntaba con saña el malvado Ojos de lechuza.
Mi padre redobló el precio.

Mi corazón no daba más. Mi destino se estaba por decidir de un momento a otro. Encima Ojos de lechuza ahora me veía bonita. Me iba a vender en el mercado como una fruta exótica traída de algún país de oriente. Se iba a hacer mas rico conmigo que con las manzanas verdes. Me iba a comprar una señora o tal vez me quisieran comprar dos o tres y me tuvieran que partir en mitades. Me iban a llevar a sus casas y me iban a cortar en pedacitos y mezclar con azúcar y me iban a hacer dulce de fruto extraño de país remoto para regalarles a sus vecinas y hacerlas morir de envidia.
En ese momento en el que me vi metida adentro de un frasco con los ojos mas grandes que los del señor lechuza, me bajé del cajón de manzanas y salí corriendo, olvidando la manzana mordida.
Zafé de la cárcel por poco.
La primera vez que robé, tenía cuatro años y allí terminó mi carrera delictiva.

Alguna vez compro manzanas verdes para hacer un pastel o la ensalada waldorf que siempre hago para las fiestas y recuerdo patente esta historia.
Fue en Mar del Plata y yo tenía una bikini roja con rayitas blancas.
Me gustó contarlo.
En especial estos días en los que pensarlo a mi viejo, es como tenerlo un poco mas cerca.

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Pétalos de sal



Ya no hay palabras con luz.
Sólo pétalos.

Tiernos y pequeños pétalos de sal
en el túnel de mis manos.
Y da pena verlos partir así,
cuando queriendo decir tanto
han de morir ahogados.

Y yo

me siento en el borde
de los perdedores

Apenas hablo.

Nada mas los veo pasar.

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Invisible





Secreto.
El que rompe tu mirada
posándose sobre los peldaños de las escaleras
que conducen a los patios del fondo.

-Allí-
donde se dibuja una silueta
cóncava
doblada sobre sí
albergando en su centro
un mundo
poblado de silencios.
Sólo tus ojos
adivinándola
entre las sombras
la hacen cierta.

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...






















Languidece un color en tu mirada
Se marchita un sueño que mirás de lejos,
de tiempo atrás.

Inmemorial.

Como cuando la tarde se acaba.

y te encarcela los ojos a su horizonte púrpura
y la sangre se espesa
y camina lenta por tus venas

De alguna forma el fuego líquido está empezando
a enfriarse
y tal vez esté comenzando el olvido en alguna esquina intransitable.

Remota.

Donde todos los semáforos lloran en rojo
y los paraguas no se abren.

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Un eslabón para tus ojos huérfanos


Me veo a mí mismo para siempre
bajando las
escaleras
abriendo la puerta
yendo hasta el buzón
y encontrando
todas esas
propagandas
en las que
tampoco
creo.
-Charles Bukowski-


Otra vez me estás mirando así.
Tenés los ojos vacíos y hundidos, como sin manos, como sin abrigo, como sin caricias. Ya te olvidaste lo de ayer.
Otra vez hay hambre en tu mirada y necesidad de que mi voz te hable, despacito.
Ya no sé ni cómo contártelo otra vez.
Te lo conté mil veces.
Ya se me termina el ingenio.
(Y entre nosotros)
A veces hasta las ganas,
pero…

Te escucho a vos, ronronear sobre lo mismo y dar vueltas sobre lo mismo. Y me quedo en silencio, intentando buscar dentro de mí algo que aún no te haya dicho.
Entonces escarbo en los pozos de la memoria. Escalo montañas de arena en mi imaginación buscando algún detallito, Subo escaleras de goma de mascar, a ver si allí encuentro algo que sacie tu avidez.
Ese trocito de relato que aún no había encontrado y te lo cuento.
Y por hoy, tan sólo por hoy, te cambia la expresión.
¡Ah!, decís, dejando escapar todo el aire que tenías guardado.
Algo de tranquilidad te vuelve al rostro, las manos dejan de temblarte y tus ojos se cierran calmos mientras te inclinás hacia atrás en el sillón.
Algo sucede en ese momento.
Algo maravilloso sucede que no alcanzo a comprender.
Ese nuevo eslabón en la historia que cada día te invento, te lleva a un sitio de luz, que dura unas pocas horas, porque mañana, en algún momento del día, vas a volver a mirarme así.

Con los ojos huérfanos.

Y yo voy a desesperar como siempre.
Mientras hurgo en los bolsillos del jean, en las carteras que no he vuelto a usar, en el tapado gris que me queda grande, en las esquinas del barrio viejo, en el cajoncito de la mesa que está arrumbada en el cuartito.
En las cajas de zapatos que guardo por las dudas, en el contorno de los ojos que no me miran como yo quisiera, en los pasos que voy dando cuando parezco que camino sola.
Y tal vez -con suerte- encuentre otro eslabón para contarte.
Ese es mi desafío de cada día.
Enfrentarme a tus ojos huérfanos.
(viéndome a mi misma para siempre, hablándome...)

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Corazón de chocolate


Caprichos muy despacio dichos
entre la penumbra
de un suave interior.
-Sandro-


La amaba calladito la boca.

Tal como la odiaba.

Le sucedían las dos cosas a la vez. Nunca triunfaba la una sobre la otra. Siempre iban amor y odio a la par. De la mano. Como entrañables amigos.

Amaba de ella su cuerpo. Y se lo decía con los ojos desbordados, con las manos húmedas apretadas entre sí. Con la boca cerrada y los dientes apretados. Amaba sus labios finitos que ella intentaba disimular ampliándolos con lápiz labial. Amaba sus piernas gordas que ella cubría con faldas largas estilo hindú y él espiaba cada vez que ella subía la escalera. Eso lo excitaba tanto que por momentos se olvidaba del odio, y la amaba con locura, pero enseguida le volvía el rencor. Cuando la veía bajar con algún hombre, cualquiera le daba igual, porque ella pasaba delante de él sin verlo, sin saludarlo, sin darse vuelta ante sus demenciales latidos.
Ahí la odiaba intensamente. Y se lo decía en silencio. Mordiéndose los labios. Tragando saliva amarga con palabras sucias. Maldiciéndola. Olvidando lo que estaba haciendo.

Desconcentrado.

Aturdido.

Vivía ese amor y ese odio desde hacía tanto que había perdido la cuenta.
Se sentía un ridículo en su tormento.
Agotado.

Un día tomó coraje.
Era el día de los enamorados y quiso tener un amor. Desde la mañana se sentía especialmente romántico, venía caminando por las calles y cantando Penumbras de Sandro.
Su canción favorita.

“Tu boca, sensual… peligrosa
tus manos, la dulzura son
tu aliento, fatal fuego lento
que quema mis ansias y mi corazón”

Le había comprado un corazón de chocolate envuelto en celofán plateado.
Era grande, casi como un corazón de verdad.
Era febrero y hacía calor.
Ella y sus faldas largas llegaron junto con él a la puerta de la oficina. Coincidieron en el ascensor por primera vez en la vida.
Él comenzó a temblar, sintió pánico y tocó su corazón de chocolate. Estaba blandito. Era el momento ideal.

“Dáselo” “Dáselo” “Dáselo”
Se dijo con aterrado fervor.

¡Ahora!

No supo cómo de pronto tuvo el corazón de chocolate sostenido con firmeza en la mano derecha, frente a los ojos de ella.
Ella miró el papel plateado y los ojos de ternera de él.
Acercó su mano al papel y lo desenvolvió despacito sin dejar de mirarlo, y sin dejar de mirarlo, le mordió el corazón.
Sin soltarlo, con el chocolate amarrado entre sus dientes, se lo acercó a su boca.
Lo mordió él.
Una vez y enseguida dos veces mas y ella tres mordiscos y él cuatro y ella con la boca mas grande dos bocados de golpe y él mordió su labio finito y sintió que tocaba el cielo con las manos.
Ella tocó la traba del ascensor y frente al espejo aplastó su boca de chocolate, su boca enorme y se levantó las faldas.
Él tocó con fuego en las manos sus piernas gordas, se agachó y las besó llenándolas de chocolate blando, derretido de amor escaló ese cuerpo glorioso hasta llegar a la cumbre.

Después el chocolate terminó.
Ella se acomodó las faldas, destrabó el ascensor y se perdió por uno de esos pasillos que siempre la tragaban.

Él no pudo decirle nada de su amor.

Ni siquiera cuánto la odiaba.



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Reverso


“Mirar toda la fiesta de afuera,
buscando la emoción verdadera”



He caminado la ciudad y el teclado
y todo me ha dado la espalda.
Hay escondido algo en sus esquinas y en sus descansos
escurriendo la visión de mi tercer ojo.

Lo siento aquí en el reverso de mis manos.
Es diciembre.

Un borrador de huellas
Un cegador de luciérnagas
Un umbral mudo.
Es todo lo que hallo.

Ha desaparecido el rincón donde se fundían las luces y las sombras.
El misterio de lo que es no, se me quedó pegado.
Clavado en la frente.
Como un sello.
Y yo camino sobre palabras y veredas rotas
aprisiono el desencanto en la garganta
que se resbala lento
y deja que las manos en los bolsillos
encuentren nada más que agua.

-Y nada menos-


“Estoy tocando aquella canción
que no es mi canción
ya ves no tengo nada que hacer en esta función”
-Serú Girán-

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