He llegado hasta tu casa...
¡Yo no sé cómo he podido!
Si me han dicho que no estás,
que ya nunca volverás...
¡Si me han dicho que te has ido!
¡Cuánta nieve hay en mi alma!
¡Qué silencio hay en tu puerta!
Al llegar hasta el umbral,
un candado de dolor me detuvo el corazón.
-Nada- (Dames y Sanguinetti)
Cuando salió de su casa el tamaño era normal, pero a medida que iban viajando la maleta comenzó a estirarse por todos los costados. Ella miraba de reojo, cómo esa cosa crecía lentamente y llegó un momento en que entró a inquietarse y la trasladó a otro sitio donde había cajas y bultos mayores a los de las maletas habituales. Ese cambio de ubicación le costó un trabajo considereble, pero aún así no tomó coraje para ver qué era lo que estaba sucediendo. En vez de abrir y revisar porqué diablos aquello crecía, la dejó en ese sitio, regresó a su asiento y se dejó llevar por sus pensamientos.
El tren avanzaba hacia el oeste con la lentitud de un día de siesta en pleno verano, sólom que era invierno y parecía estar detenido siempre en el mismo lugar.
Afuera el paisaje se dejaba pintar en colores ocres y azules intensos, los montes de eucaliptus se podían oler a través del vidrio y aparecían cada tanto con ese verde azulado tan característico, el viento mecía los girasoles que se dejaban degollar tras el paso del tren.
Adentro estaba ella apoyada sobre la ventanilla, dejando extraviada su mirada en los campos dormidos y reconstruyendo el pasado, poniéndole bracitos a muñecas rotas, abriendo cartas amarillas, recordando melodías olvidadas, presintiendo perfumes de patios abandonados, recuperando rostros salidos del ayer, nombres que caían como hojas de calendarios y vivencias estremecidas se iban agolpando unas tras otras.
A lo lejos, muy a lo lejos una estación olvidada se asomaba con la lentitud de las cosas no buscadas y el cartel descascarado con el nombre del pueblo aparecía por fin.
Desde la ventanilla cubierta de polvo vislumbró su ciudad natal, el tiempo se habia detenido en aquél lugar, las calles del centro empezaban a aparecer a medida que el tren se acercaba y eran tan anchas y tan vacías que daban la impresión de un sitio abandonado.
En la estación la soledad fue lo primero que salió a recibirla, traía su mejor sonrisa y le dio la bienvenida. Ella se dirigió al vagón donde había dejado abandonada su maleta en plena transformación y cuando llegó se encontró con el desastre, la cosa esa habia seguido creciendo y estaba a punto de estallar. Por suerte unos señores ayudaron a bajarla y una vez en el piso ella se apoyó desconcertada sobre lo que había pasado a ser una especie de baúl gigante.
El tren siguió su viaje y ella se descubrió sola en medio de una estación abandonada, con una maleta tan grande y pesada como su regreso y pensó en dejarla allí, por suerte aun conservaba unas diminutas rueditas que iban a aplastarse en cualquier momento, pero aun giraban.
Como pudo logró voltearla y se encaminó hacia la calle principal con el mastodonte de cuero a punto de reventar.
Eran las primeras horas de la tarde y algunos negocios estaban levantando sus persianas despues de la siesta y desde afuera se veían algunas miradas adormiladas y curiosas que se apoyaban en los vidrios, intentando adivinar quién era esa persona extraña que rompía el paisaje acostumbrado y avanzaba por la mitad de la calle, cargando una maleta descomunal.
Ella no se detuvo y siguió con desición firme, le esperaban unas pocas cuadras y si esa cosa dejaba de crecer iba a llegar a destino en unos pocos minutos.
Juntas siguieron pisando un asfalto reseco, soportando en el rostro el viento helado y sintiendo en las manos que la sangre se iba congelando.
El unico ruido que rompía el silencio pueblerino era su enloquecido corazón a punto de explotar y el chirriar de las rueditas en la calle, ese galope descontrolado y esas ruedias despellejadas sobre el asfalto fueron despertando las veredas dormidas, los perros aletargados salieron a ladrar, los canteros con flores se estiraron para verlas pasar, los árboles pelados añoraron sus cabelleras y se avergonzaron de su desnudéz.
Los ojos bien abiertos de las dos y la boca tapada de una, con la bufanda enorme que le daba mil vueltas al cuello y la boca tapada de la otra, con un cierre que iba a estallar en cualquier momento, se dejaban llegar.
A pocos pasos de la esquina se detuvo ella y por ende tambien el valijón. Corazón y rueditas quedaron detenidos, justo entre los dos tilos añosos. Estoica y erguida se hallaba una puerta de madera, que se puso a temblar como una hoja apenas verla ahí parada.
Los ojos casi ciegos se le inundaron de un hielo recien hecho, la boca dejó caer esa bufanda interminable y las manos soltaron el maletón, que al sentirse libre y dueño de un espacio conocido se abrió y entraron a salir muñecas de plástico con caritas redondas, discos de vinilo en colores rayados, libros que se quedaron sin leer, cartas de amores truncos, fotos viejas, cuadernos borroneados, minifaldas arrugadas, pantalones anchos con piel de durazno, el anorak rojo, zuecos imposibles de volver a usar, "mañanas campestres" y una guitarra, le tele en blanco y negro, la nena de la esquina con su bicicleta naranja, el novio que fumaba como una chimenea, las tardes en la plaza y los horarios jamás cumplidos.
Salían todas estas cosas a borbotones de la maleta, mientras se iba desinflando. Aparecían sus viejos vecinos, sus dibujos manchados, el libro todo marcado del Principito, sus canciones que salían cantando y las flores del fondo corrían como locas por volver a crecer junto al paredón añil.
Su foto de comunión, los roscones de la tía y el eterno perfume de jazmines en su patio, su colección de marquillas de cigarrillos, el álbum de estampillas que nunca completó, la calle por donde evitará pasar, los acordes de piano y las partituras volando, sus primas jugando en casa de la abuela con los vestidos del baúl los domingos a la tarde, las risas y las charlas interminables en La Bruja, los divagues filosóficos en cualquier esquina con su gordita, sus amigas de los primeros años -la Gorda y la Lily- que se lo pasaban peleando, el chico que la invitó por primera vez a tomar un helado, el que se quedó esperando, todos fueron saliendo del maletón desordenados y a medida que pasaban los minutos se fue desinflando hasta quedar planchado.
Una vez que cada recuerdo quedó desparramado por el piso, envuelto entre sus piernas, escondido en su tapado, detrás de su espalda, encaramado en sus hombros, bailoteando en los flecos de la bufanda, asomando de algun bolsillo, parado sobre su cabeza, escondido en la cartera, anudado a sus cabellos, estrujado entre sus manos, ella avanzó hacia la puerta y golpeó como tenía acostumbrado.
Porqué regresar siempre le costará tanto.