"Si perdí la razón no fue por amor, fue por soledad"
-Andrés Calamaro-
Allí estaba. Como cada vez que me acercaba. Pálido y silente.
Lejos, pero estaba. Del otro lado, mirándome.
No sé cuánto tiempo me siguió con su mirada. Al principio yo contaba los días, después perdí la cuenta.
Por entonces tuve miedo. No dije nada a mi familia, por temor a que piensen en mi casa que estaba enloqueciendo. Yo sola fui comprobando que era inofensivo.
Que nada mas estaba allí.
Que su vida era mirarme detrás del espejo.
Y que vivía nada más de a ratos. Eso lo descubrí un día jugando, cuando le perdí el miedo y sus ojos entraron a gustarme. Yo me di cuenta que si me acercaba, él aparecía y si me alejaba, se esfumaba hasta desaparecer.
Jugué con eso hasta aburrirlo.
Y también pude comprobar que sólo se dejaba ver por mí.
Nadie nunca lo vio.
Eso también lo comprobé bajo técnicas experimentales. Llamaba a mi madre en su presencia, mirándolo fijo a los ojos la llamaba de un grito. Él ni se inmutaba, sólo que cuando ella aparecía, él se desdibujaba por completo con una sonrisa en la que brillaba un dejo de malicia.
O entraba sola a mi cuarto y me detenía a esperarlo hasta que aparecía en el espejo y a la cuenta de un-dos-tres, les pedía a mis amigas que entren todas juntas que estaban esperando detrás de la puerta. Entraban todas gritando, ansiosas por la espera y él huía ruborizado y ahí la de la sonrisa maligna era yo.
Durante mucho tiempo jugamos a las escondidas, después comencé a provocarlo. Sobretodo cuando fui creciendo, porque no entendía porqué la cosa era conmigo.
Entonces pasaba bien lejos o rapidísimo para que no me viera.
Entré a vestirme en el baño o en el cuarto de mis padres, o a oscuras en el pasillo, detrás de la puerta. De a poco no sé si porque le fui perdiendo el miedo o por provocarlo. La verdad es que me empezó a gustar provocarlo, comencé a desnudarme muerta de vergüenza en su oculta presencia.
A ver qué hacía.
Me fijaba si estaba y no. No estaba, entonces empezaba mi nuevo experimento.
Me quitaba la blusa de espaldas, me desprendía despacito los botones, tosía y me daba vuelta casi de costado y lo buscaba. Todavía no se veía bien, estaba como difuminado entonces seguía con mi cabello, siempre atado en una cola y lo iba desarmando hasta dejarlo caer sobre mi cuerpo lentamente mientras él iba apareciendo. Mientras iba tomando forma.
Cuando estaba nítido nos mirábamos.
Un tiempo sin medida.
Él no decía nada.
Yo menos.
Nos gustábamos así en esa penumbra de mi habitación sin palabras.
Un día me fui, porque la vida me fue llevando lejos de sus ojos y no quise volver jamás a la casa de mis padres.
Tenía miedo.
Cuando murieron mis padres, mis hermanos vendieron todo sin consultarme, porque mi ausencia inexplicable los había ofendido.
Lo entendí. Y nunca me atreví a preguntarles por el destino de las cosas. Alguna vez intenté preguntar por el ropero de espejos que había en mi cuarto, pero no lo hice. Por dentro siempre tuve ese temor a no se qué efecto mágico de que con sólo nombrarlo se hiciera presente otra vez, así de la nada, como había sido en un principio.
Entonces jamás hice mención alguna, pero nunca dejé de buscarlo con mis ojos.
Especialmente estos últimos años, he sentido como una necesidad imperiosa de volverlo a ver y lo que mas me gusta hacer en mi tiempo libre es recorrer mueblerías antiguas. Callejones con negocios de muebles usados, arrumbados en galerías oscuras, lustrados en las veredas y perder mis horas allí. Especialmente miro los deteriorados, los podridos en sus patas, los apolillados, mucho más si tienen adornos de bronce cubiertos por la pátina negra del tiempo.
No miro cualquier mueble, mis predilectos son los de roble de Eslavonia con espejos biselados
En esos me quedo parada un rato largo.
Espero.
Quietita espero un milagro y desaparezco para volver a aparecer, ese juego de escondidas que siempre él y yo jugábamos, todavía me ilusiona.
Mis hijos y mis nietos piensan que estoy loca. Debo estarlo. Alguna vez eso me importó, hace de eso ya muchos años, cuando era jovencita y necesitaba disimular este secreto. Ahora ya no me importa nada, que piensen lo que quieran, después de todo si piensan que desvarío, mejor para mí, puedo jugar más tranquila.
Ya saben que la vieja está chiflada y que juega con algunos espejos, especialmente los que están en los roperos. No puedo con mi genio, me detengo y hago el jueguito de aparecer y desaparecer. Después me quedo un rato infinito esperando a ver si viene.
A ver si sus ojos divinos vuelven de algún modo extraño.
Todavía no lo he visto.
Igual no pierdo las esperanzas de ver aparecer un día cualquiera, de improviso, su imagen en el espejo.
Yo sé que va a volver, por eso no dejo de buscarlo.