Las preparaba en una cacerola tan grande en la que entraba yo parada y mi amigo Miguelito. El otro Miguelito, no el de los trenes. Otro que también era mi amigo.
Con él solíamos espiar al monumental cocinero, escondidos tras la ventana que daba a los fondos de su casa y allí nos desmayábamos entre escalofríos de horror, mientras el gordo descuartizaba sus presas.
Primero miraba yo que era la mas curiosa y le contaba lo que veía a Miguelito, después se subía él y mientras miraba me contaba, pero sus relatos tenían demasiados aggg que asco, puaajjjjj me muero, y ahora le agarra la cabeza y levanta la cuchilla y no veo bien, veo todo blanco o todo rojo, o todo negro y ahí era cuando yo lo tenía que agarrar bien fuerte porque mi amigo se caía redondo. Entonces lo dejaba sentado y lo espiaba yo. La cuchilla era de un tamaño espantoso, podía cortar en trozos un dinosaurio entero si quería. Y lo hubiera hecho, si hubiera encontrado alguno vivo en el campo.
Tenía en su haber conejos cocinados, peludos, perdices, palomas, pajaritos, caracoles que ponía en una caja con tierra a purgar y luego los preparaba en una salsa inmunda.
Patos escabechados, gallinas estofadas, liebre o gato, daba igual.
Teníamos la certeza de que si llegaba a encontrarnos escondidos, espiándolo preparando sus recetas magistrales, nos cocinaba a nosotros. De modo que teníamos extremo cuidado en que nadie supiera de nuestro escondite y menos aún de sus macabras recetas de cocina.
Pero no quería entrar a recordar los vomitivos pucheros que con tanto arrebato preparaba, sino el día que pensamos que iba ser cocinado él, por él mismo.
Todavía lo recuerdo como si fuera ayer. Tal fue la emoción que nos dio, que esa vez dejamos de turnarnos y buscamos la manera de ver los dos al mismo tiempo cómo se cocinaba el gordo mas gordo de aquellos tiempos.
Lo vimos quitarse la ropa ensangrentada. No se veía nada, me refiero a sus partes pudendas. Miguelito me decía “no mires”, “ no mires”, pero yo miraba igual con la mano cubriéndome el rostro y dejando los dedos entreabiertos por las dudas se viera algo y tuviera que cubrirme rápido, pero no se veía mas que carnes y carnes colgando.
Ya sé que debimos habernos bajado de allí en el acto, pero ahora lo recuerdo tal como fue y no pudimos bajar porque quedamos tiesos, petrificados atrás de las hendijas de la ventana con los ojos como platos.
Antes de quitarse la ropa, el gordo llenó una palangana enorme de metal, era tan enorme que él entraba sentado, yo pensaba que era un tanque australiano. Tal vez lo era. Lo cierto es que lo llenó de agua hirviendo durante largo rato. Cacerolas y cacerolas de agua se necesitaron para llenar aquél piletón. Nosotros pensamos que planeaba cocinar un caballo o una vaca entera, pero no, se quitó la ropa enchastrada y se metió él, allí dentro. Sumergido entre vapores, lo escuchamos estremecido cantar un bolero de Armando Manzanero.
“Esta tarde vi llover.
Vi gente correr y no estabas tú”
Quietos, en absoluto silencio lo escuchamos cantar. Y también lloró. Mientras se miraba las manos y el fondo solitario de su patio, lloró.