Quique, el cancionista

“Como si fueras a llevarte la luna debajo del brazo”

Él dice que canta para entrar en los sueños de la gente y lo consigue. Dice que sólo sabe hacer canciones y quienes amamos sus canciones le agradecemos al cielo que así sea. Cuando lo marean preguntándole qué es lo que hace, pidiéndole una definición de sí mismo, entra en conflicto porque no hay nada más complejo que autodefinirse, pero ahora él cree que ha inventado una palabra y dice muy contento que es cancionista.
Él tiene una mirada profunda cuando te escucha y los ojos se le iluminan cuando se llena de bromas y se ríe.
Él le tiene miedo a los paraguas los días de lluvia y prefiere caminar bajo el agua apretado de frío.
Es un pájaro mojado que alguna vez fue un rey.
Ha venido a beber y a escribir y a tomar lo que es suyo.
Nunca escribe el remite en el sobre.
Cree en heroínas de fondo amargo. Sueña con la chica de los ojos tristes.
Es un melancólico nacido en el 73.
Es nuestro amigo.
Quique González, un lujo.
Gracias por traer la luna debajo del brazo.

¿Cuándo vas a venir otra vez por aquí?
(Estoy llegando…)
-Quique González-

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Luisa, a los ochenta años


Ella cose todavía.
Detrás de una ventana amarilla ella es la costurera del barrio. Un cartel con letras humildes arriba anuncia que allí hay una MODISTA. El cartel avisa a los ojos distraídos que allí se cose todavía. Hoy que todo viene hecho y que lo que se rompe se tira, ella cose todavía. Mas abajo, en letras aún más modestas, agrega para los curiosos, que se hacen arreglos a medida, cambio de cierres, detalles de botones y bordados.
Cose mientras en la radio añora la voz del peruano y una voz porteña lee un poema de Neruda, dejando para después un tango.
Por la ventana entra el sol de las cuatro de la tarde y se apoya en una tela a cuadros rojos y azules, con unos vivos blancos. Ella recompone el desgarro y cabecea en un vaivén provocado por el pié que se apoya en el pedal y le da un ritmo a su canto. Su voz se cuela por la ventana semiabierta y viaja en círculos de aire hasta mí, que estoy pasando. Que me asomo perpleja a su encanto de antaño.
Ese marco amarillo donde perpetuamente ella cosiendo se ha quedado, con su cuerpo inclinado, con el mechón de su pelo gris que le cuelga como un manojito de pensamientos desolados.

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Coca, Berto y los amigos del barrio


El romance de Coca y Berto es un secreto a voces que él se encarga de desmentir en cada ocasión que se presenta. No vayan a pensar cosas raras los muchachos.
Él aprendió de la gente de la tele, eso de que "sólo somos buenos amigos" y tiene la frasecita siempre en la punta de los labios. Tranquilizando así las bromas socarronas de los "gomías" que ya lo quieren ver casado.

Coca lleva un cabello parecido a los matorrales secos, siempre da la impresión de que tiene la cabeza en pleno incendio y que cualquier idea que se le prenda puede terminar con los bomberos trabajando horas para apagar el fuego.
Berto en cambio es la mar de la tranquilidad. Tiene el andar pausado de los que duermen mucho y los ojos mansos. Una sonrisa a cuestas en su lado derecho, el cigarrillo siempre descontrolado y el tango; eso es lo que le da al hombre su aire rudo, aunque en el fondo es un blando. Su voz profunda, arrancada de algún lugar oscuro de su pecho le pone un toque gardeliano que deja a Coca prendada con esos pocos encantos.

Ella no es de disimular el amor. Lo espera desde temprano, sentada en su banquito, con la mirada atenta a los que van llegando, vestida siempre para ofrecer una fiesta. Se le escapa por los poros el torrente de suspiros que le provoca ese hombre sereno, que de pronto se torna apasionado sólo con pedir un trago.
Se apoya en ese mostrador lustrado y la mira sin decir palabra. La mira directo a los ojos, su mirada es siempre como un ocaso. Ella corre su matorral encendido con la mano y desde allí salen dos ojitos dispuestos a subir los peldaños de los sueños prohibidos.

Entonces Berto olvida, por suerte a los muchachos del barrio y la famosa frase de que sólo son amigos, se inclina despacito sobre su cuello de tortuga buena y entre palabras difusas, palabras que tienen un soplo divino, un torbellino, un canto, le cuenta las diferentes formas que imagina del amor.
Luego terminaba su vino, se acomodaba el saco, paga sus cinco minutos de gloria y se marcha despacio.

Cuando él se va, los muchachos del barrio pierden sus apuestas y a ella se le desbarata la ilusión de hoy, al tiempo que el incendio de su pelo se apaga. Lo sigue detrás con los ojos mancos, hasta la próxima vez, para no perder ese rastro sombrío que tanto ama.

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