Hoja de ruta


Bailo esta canción mientras cierro las persianas.

Afuera me espera la carretera con el cielo abierto y mi bicicleta con alas para llevarme de viaje. No llevo muchas cosas, quiero ir liviana. Soy poco práctica preparando valijas, esta vez me di cuenta a tiempo que necesito muy poca cosa.

Una hoja de ruta me señala caminos de arena y un horizonte de sal donde espero cruzarme con el sol.
¡Un abrazo a los amigos y hasta la vuelta!

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Farolitos chinos


“Y pasará un cortejo de cantos enlutados
por el camino blanco que tanto te esperó”
-Homero Manzi-


Se fue de la mesa que estaba pegada junto al paredón. Bebió el fuego débil del último trago, pagó y arrastró un postrero sentir galopando en sus costillas.
Otra vez los caballos embarrando sus arterias.
Otra vez los ojos viendo imágenes en cinemascope: allí estaban todos los barcos que solían navegarla, encallados en sus costas interiores.
Apoyada sobre si misma miró el desolador paisaje de ese puerto blanco.
Los farolitos verdes y rojos, como fantasmas, bailaban en la noche tibia la música que traía el viento.
Un invierno tembló en el borde de su boca.
A lo lejos, el río acunaba sin fuerzas un tango legendario.
Acá...
Cerca de mí, la vi alejarse, bailando al compás de los farolitos chinos.

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Semillas en los ojos


“Te vi,
juntabas margaritas del mantel…”
-Fito Páez-


En el borde inferior de sus ojos, mas precisamente en los párpados inferiores había nacido con macetas. De esas de barro cocido. Ni su mamá, ni sus tías, ni su abuela que era muy mayor y había visto de todo en la vida, le dieron importancia. Su papá pensó que si las mujeres de la casa no decían nada, debía ser cosa común de recién nacidos, pero pasaron los días del calendario y creció con esos pozos de barro vacíos sin entender para qué le servían.
Nadie nunca le explicó qué función tenían ni para qué estaban allí y no en otro sitio menos molesto.
A veces se le llenaban de agua, otras de una arenilla seca que le provocaba ardor, la mayoría de las veces se le llenaba de smog. Porque vivía en una ciudad de esas que no tienen fin. Donde proliferan las torres de cemento y vidrio. Una pegada al lado de la otra y al lado de esa otra, otra y en su recorrido habitual se le llenaban los ojos de cristalitos, que luego pasaban en sus macetas.
Su vida era simple.
De casa al trabajo y del trabajo a casa.
Siempre con sus macetas hundiéndole la mirada en un pantano hueco.
Y él sin decir nada.
Y los otros sin preguntar nada, que por algo esas macetas estaban ahí. Nadie es quién para cuestionar los ojos huecos de nadie.

Una tarde de esas, que después alguien aprovecha para decir que la magia existe, cuando regresaba de su trabajo se detuvo en un jardín.
Rebosaba de margaritas.
Era el momento en el que el sol estaba terminando su día y se desmoronaba cansado sobre todos los colores que por allí había.
Él se detuvo en una espalda que estaba mezclada entre las flores.
Ella con sus manos embarradas de revolver tierra, giró su cuerpo y lo miró. Luego se acercó casi hasta rozarle la nariz con los labios y hurgó severamente en sus ojos, precisamente dentro de aquellos pozos vacíos.
Esto es grave, le dijo.
Si, dijo él, convencido. ¿Tiene solución? –preguntó-.
Claro - respondió ella-. Al tiempo que le pedía (con ese gesto suyo en el borde de los labios, que era áspero, pero a él le pareció de terciopelo) que se sentara en el borde de un tapial bajito, que algo se podía hacer.
Él, obediente como era, allí se sentó.
Ella regresó con un balde repleto de tierra negra, con la palita de mano y con un puñadito de semillas.
Le pidió que mantuviera los ojos bien abiertos y que por nada del mundo los cerrara.
Él le hizo caso de principio a fin.
Cuando estaba por cerrarlos, apretó los puños y tomó el borde del vestido de ella que era de algodón, suavecito, así se le hacía más fácil no pestañear.
En ese momento ella le llenó las macetas de tierra fértil y le esparció un puñado de semillas en cada una de las macetas.
Luego, al verle los ojos a él convertidos en un mar de lágrimas, le dijo que ya podía regar la tierra y volverla fresca.
Luego ella se levantó y se fue.
Él volvió a su vida. La de siempre, esa de ir del trabajo a casa y de casa al trabajo.
Así durante días.
Hasta que una mañana, cuando abrió los ojos tenía ante su mirada un balcón lleno de flores.
Se levantó maravillado y con el corazón dándole brincos. Sentado en el borde de su cama se vistió apurado, pero en vez de ir de la casa al trabajo, fue de su casa al jardín de margaritas.
Llevando en sus ojos los balcones llenos de pétalos empañados de rocío.

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