Amor y paz en estas fiestas, ese es mi deseo para todos.
Pato
Barredor de nubes
Había una vez un pueblo que quedaba muy cerca del mío, pero que casi nadie lo conocía.
Yo sí, porque era viajante de comercio, vendía conservas dulces y saladas. Panteones, rosca de reyes, turrones, mantecol con nueces, confituras, maní con chocolate.
De la mejor calidad, eso sí.
En ese pueblo las fiestas eran cada vez mas tristes y mas solitarias, yo no sé porqué seguía yendo, tal vez por costumbre.
Porque en verdad no había mucho que festejar.
Nunca fue un pueblo turístico, pero ya no iban ni vecinos, ni familiares, ni amigos, y de su gente y sus paisajes se conocía cada vez menos.
Ya no salía en los mapas, porque estaba cubierto por nubes.
Pese a la humedad que reinaba en el cielo, abajo todo se había ido secando con el tiempo.
Yo iba poco, porque ya casi no compraban mis mercancías, pero de tanto en tanto iba y ese Día de Reyes me encontraba allí.
Todo empezó un día, hace mucho, mucho tiempo atrás.
Yo todavía era joven.
El cielo se llenó todo de nubes en pocas horas. De una punta a la otra, de izquierda a derecha se hizo un techo de nubes que nunca se llovieron.
Quedaron como apelmazadas allí arriba.
Y el sol nunca más se vio por aquellos pagos.
Las flores y los árboles con frutas se fueron secando.
Los campos se volvieron páramos oscuros, como las miradas de la gente, igual que los negocios del pueblo, que de a uno fueron apagando sus luces, cerrando sus puertas, porque no había mucho para vender, ni gente que quisiera comprar.
Sus habitantes poco a poco se fueron marchando porque la vida iba perdiendo el sentido.
Los pocos pobladores que amaban profundamente esa tierra, eligieron vivir como se pudiera y morir en ella sepultados bajo las nubes si era necesario, pero sus caras se fueron volviendo tan pálidas, que parecían lunas flacas y sus manos sólo construían barcos.
En la plaza del centro se acumulaban montañas de barcos, siempre imaginando que el día que lloviera podía durar años y tener asegurados centenares de barcos les mantenía la tristeza tranquila y así pasaban sus días. Por la mañana construyendo esperanzas de madera y por las tardes se sentaban a mirar el cielo encapotado por esa pena húmeda que los había ido tapando.
Un día el único hijo del peluquero que aún vivía en el pueblo, sentado en la silla, mientras su padre le hacía su corte quincenal, le preguntó que porqué él no iba con los otros a construir barcos a la plaza.
Su padre le dijo que no sabía construir barcos.
Y el niño, con razón, le pidió que aprendiera, porque tenía muchas ganas de conocer el sol.
Que ya no quería verlo en figuritas.
Y su padre no tuvo más remedio que contarle su plan secreto que venía pensando durante los últimos años. Entonces le pidió su ayuda incondicional para poder llevarlo a cabo.
Con los ojos repletos de asombro el niño escuchó a su padre contar paso a paso lo que tenía pensado. Cuando terminó, le pareció (al niño) que era un disparate, pero al darse cuenta del brillo desconocido que había en los ojos de su papá, que ya empezaban a tener arrugas; cuando escuchó el entusiasmo de esa voz que casi se estaba extinguiendo y cuando vio que las manos que durante años no hicieron otra cosa que cortar cabellos, se movían ahora como las de un titiritero, le creyó.
Después lo llevó (el padre) a la piecita del fondo que estaba llena de cajas y le mostró su contenido.
El niño pegó un grito de horror y su padre le dijo que no se asustara, que nada más eran inofensivas trenzas de pelo.
Yo no sé hacer barcos –le dijo- pero tengo una facilidad para las trenzas que ya llevo metros y metros y metros, pero aún faltan muchísimos mas para lo que yo quiero conseguir.
El niño del pueblo cercano al mío, le preguntó que cómo podía ayudarlo.
Y su padre le dijo, que le enseñara a remontar barriletes, que él ya se había olvidado.
No entendió mucho qué tipo de ayuda sería esa, pero el padre le dijo que en el momento se lo explicaba, que esta noche debían acostarse muy temprano porque mañana tenían que madrugar.
En efecto, cuando cayó la tarde el niño y el padre, que habían pasado todo el día haciendo trenzas de pelo, se fueron a dormir con una sonrisa en sus caras de luna.
Que esa noche parecían lunas llenas.
Al amanecer los dos saltaron de la cama, apenas escuchar el canto del gallo. Se vistieron, tomaron un chocolate caliente, se calzaron sus mochilas y cargaron la furgoneta del peluquero con todas las cajas llenas de trenzas.
Partieron rumbo a las afueras de la ciudad.
Era mejor empezar por allí.
En pleno campo, niño y padre comenzaron a remontar barriletes con ovillos de trenzas tejidas, que apenas llegar a las nubes se quedaban pegados a ellas y desde abajo el padre le explicó que fueran envolviendo cada barrilete con retazos de nubes hasta hacer enormes copetes de algodón y como por arte de magia el cielo se fue limpiando.
Esa mañana cuando los pobladores abrieron los ojos, todo tenía un color y un brillo que ya casi habían olvidado
Había regresado el sol.
A esa hora, por la carretera del sur, un niño y su padre llevaban atados en su furgoneta, ramos y ramos de nubes que iban dejando por cada casa, cada campo, cada negocio que encontraban reseco en el camino.
Finalmente con los copos de nubes que quedaron los llevaron a la plaza, e hicieron un lago de algodón y un muelle donde amarraron los barcos.
Esa misma tarde en la ciudad se hizo una gran fiesta para ver el atardecer y el peluquero y su hijo fueron agasajados por la gente del pueblo.
Los pocos que quedaban salieron a las calles con mesas y manteles blancos y sillas y acordeones y vinos.
Yo que me encontraba allí, en un hotel que se caía a pedazos, me sumé a la fiesta con todos los dulces que llevaba en mi valija para vender. Panteones, roscas de reyes, turrones de almendras, confituras, mantecoles, maní con chocolate, todo cuanto tenía lo esparcí sobre las mesas.
Era medianoche cuando me puse a mirar el cielo, mientras los demás bailaban. A mi lo del baile nunca se me dio, entonces me puse a contemplar aquél espectáculo del que era espectador casual. Y con los ojos asombrados de ver estrellas en aquél lugar, vi cruzar por el cielo a los Reyes Magos. No dije nada a nadie, porque le iban a echar la culpa al vino y a una costumbre mía, que decían que yo tenía.
Que era la de contar puros cuentos, pero aquí donde me ve, yo le digo que los vi bajar en la casa del único niño que quedaba en el pueblo.
Era en los fondos de la casa del peluquero.
A todos , gracias por hacer mas fácil la vida.