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“Todos los días de mi vida, todas las horas, todos los momentos son así.
Calcados. De molde.
Salvo cuando puedo mirar por el agujero de una cerradura”

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Bordes



Me había salido del borde una tarde, que por no usar reloj, jamás supe la hora que era. Hubiera sido importante tener ese dato, pero hace tiempo que le escapo a los relojes y me quedé sin saber. Tampoco tuve conocimiento de qué día era, ni qué año. Tal la distracción en la que vivo. Lo importante fue comprender que los bordes mas estrechos pueden resultar infinitos.

Anchos desiertos de inauditas bocas oscuras, desdentadas.

Trampas de arenas movedizas.

Los bordes...

Ahora mismo camino sobre uno muy delgado y filoso como la noche. Un borde gris plomo de navaja rozando la carne y poniéndome sobre aviso.

Para que después no diga que no me dijo nada.

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Ahora


El mismo mar, la misma playa y los días del principio.
Aquellos lejanos días.
Cuando te veía correr al agua, mientras yo no descansaba entre los caracoles, los juguetes de plástico y las olas. ¡Qué atrás quedó ese tiempo de burbujas rotas! Se fue tan lejos, que cuesta media vida ir a buscar unos instantes dorados que quedaron flotando desde entonces en estas mismas costas.
Ahora lo que flota de tanto en tanto es esta especie de tormenta.

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Fue ayer, apenas.


Después de tanta máscara de plástico y tanto carnaval errático, es reconfortante el infortunio de la soledad.
Bendigo esas mañanas solitarias que he pasado al reparo de los tamarindos, oyendo el monólogo sublime del mar, la letanía del viento, el trote de mi sangre recordándome la vida, mis manos en la arena tibia, mis ojos en el horizonte, extraviados, inalcanzables, agradecidos.
Eso fue ayer.
Días que estuvieron en mí.
Ahora, el regreso me deja frente al tiempo de estreno.
Abro la ventana con una sonrisa y lo espero para deshojarlo como margaritas y prometo que no voy a preguntar cuánto ha de quererme.
Nada más diré que me entrego entera a los días por venir.

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