(A los amigos y amigas que me han escrito por mi demora en publicar, gracias por la preocupación. Estoy bien, sólo un poco mas lerda. Ya no soy Pato, me he vuelto Tortuga ;)
Ya queda poco, faltan dos cuadras y al fin
le voy a entregar lo mas valioso que tengo. Éste es el último recurso. Ojalá
suceda antes algo que me quite la penosa tarea de hacerlo yo. Lo que voy a
hacer es lo único que se me ocurre para que me deje en paz. Yo también quiero
paz.
Ojalá la tierra se abra ante mis pasos y
yo quede atrapada allí entre los escombros. Que la tierra con su boca de arena
me trague y me mastique despacio así no sigo caminando. Así no hago esta
locura, pero no. La tierra no se abre, sigue tan tranquila ahí como si nada,
sólo una pequeña baldosa rota me salpica un barro nauseabundo en mis zapatos.
Por el olor son aguas servidas. Empieza a funcionar el tema de los zapatos. Eso
me tranquiliza un poco. Éste es un buen lugar para encontrarnos. Acá lo mas
común es que te salte algún tipo entre las sombras y te corte el cuello con una
navaja por el reloj o unas monedas. Me arremango así el reloj brilla mas en mi
brazo y soy presa fácil. No viene mal ayudar un poco a los zapatos. Camino
titubeando a pesar de todo, alguien va a saltar sobre mí de un momento a otro.
El filo de un cuchillo va a cortar mi yugular y moriré desangrada. Camino
temblando y pienso eso una y otra vez. Ley de atracción, recuerdo haber leído.
A pocos pasos, él se va a impacientar porque no llego y va a venir a mi
encuentro. Sabe que vengo derechito por Azcuénaga porque allí me deja el
colectivo y me va a encontrar agonizando en un charco de sangre y con un hilo
de voz le voy a decir que fue su culpa. No va a poder seguir con el peso de
haberme hecho venir a esta hora infame, a este lugar apestoso. Tal vez me hizo
venir a propósito, me las va a pagar. Los días se le van a volver una
pesadilla. Cuando cierre los ojos y me vea con el cuello abierto en dos y mi
mirada como de piedra diciendo “por tu culpa, por tu culpa” porque aunque
yo ya no pueda decir nada, eso se va a leer en mis ojos.
Camino y no
me cruzo con nadie. Apenas una pareja de ancianos inofensivos husmean en los
contenedores de basura y tan frágiles son que se sostienen el uno con el otro.
Salta una rata y casi me desmayo. Esto es lo mas peligroso que me sucedió hasta
ahora y eso que llevo los zapatos. No tengo que morir de un susto, si eso
sucede y él me encuentra, va a pensar que me morí de nervios o de pena o de un
infarto. Hasta quizás piense que yo venía ilusionada a su encuentro y de la
emoción el corazón se puso bobo y explotó. Entonces me sobrepongo al susto de
ver correr entre mis pies al roedor y sigo imaginando el ansiado momento en que
llegue al semáforo de la esquina que es mi última chance. Todavía falta un
trecho largo. Aún se me puede caer una maceta de un balcón o el mismo balcón se
podría venir abajo y aplastarme. Estas casas están podridas de humedad, no
sería raro que se descuelgue un pedazo de mampostería y me parta la cabeza.
Otra vez pienso en la ley de atracción. Camino buscando el lugar apropiado para
que en caso de romperse o caerse algo, sea sobre mí. Yo también tengo que
ayudar a la ley. Y ahí voy, midiendo los pasos. La respiración agitada, el
corazón al galope, las manos apretadas como los dientes, deseando que se me
venga abajo esa pared que se sostiene a gatas con unos tablones. Desde la
esquina se va a ver el derrumbe, y si yo no llego, él se va a acercar a mirar y
se va a dar cuenta que soy yo, por los zapatos.
Me puse los zapatos que él me
regaló el día que fuimos al cotolengo Don Orione. Unos de cuero de víbora que
hacían juego con una cartera que también me regaló. Porque será lo que será
este desgraciado, pero siempre me hizo regalos de buena calidad. Aunque
reconozco que este regalo fue el principio del fin. Tarde me di cuenta. No
traje la cartera porque la piel de la pitón se fue secando y le faltan algunos
trozos laterales, pero los zapatos están impecables. Casi no tienen uso, porque
con ellos he tenido verdaderas tragedias. Además los traje por si llegara a
encontrarme irreconocible, él se va a dar cuenta que soy yo. Nadie en el mundo
más que yo es capaz de ponerse esta bazofia. Son realmente feos y tienen la
yeta pegada a la suela, por eso me los puse.
Con ellos
puestos me caí de las escaleras de mi edificio llenándome de moretones y perdí
dos dientes. Con ellos pisé una cáscara de bananas que me tuvo dos meses con la
pierna enyesada mirando el techo. El día que me sacaban el yeso, estaba calzada
con el zapato: de la nada salió un perro furioso y me desgarró la pierna sana a
mordiscones.
Otra cosa
horrible que me pasó y que le eché la culpa a los zapatos malditos, es que él,
el desgraciado hijo de una gran puta que me está esperando ahora en la esquina,
me dejó. Me abandonó en mi peor momento, con una pierna quebrada y la otra
mordida, para irse con la mocosa de al lado, la hija de mi vecina a quien yo le
pagaba para que viniera a ayudarme. Ya me imagino yo cómo me ayudaba: me
llenaba de pastillas y cuando me quedaba dormida el gordo y la mosquita muerta
se deberían revolcar en el sillón a sus anchas. Vaya a saber lo que harían esos
dos. Siempre lo negaron, pero a mi cuando se me pone algo en la cabeza, no hay
quien me lo quite. Es por eso que tengo tanta bronca, porque al menos lo
hubieran aceptado, pero no. Ya perdí diez kilos de la rabia que tengo. Y por
eso vine con los zapatos, porque con ellos al menos esto tiene que salirme bien.
Seguro que
entre los muros en ruinas y el polvo y las maderas y los clavos y los ladrillos
y las ratas, él va a ver los zapatos y el resto de sus días van a ser una
tortura. Se lo merece por haberme dejado tan sola, llena de mentiras, toda
flaca y retorcida de bronca. Se va a culpar de haberme hecho venir hasta acá,
como si tuviera que ocultarme. Claro, no debe querer que la otra se entere,
pero le va a salir mal, porque se va a enterar. Esto va a salir en los
noticieros, en la radio, en los diarios. Crónica va a ser el primer medio en
llegar. Todos lo van a ver.
Él quiere
verme porque dice que le pasé mi mala suerte, que desde que lo maldije el día
que se fue con la mocosa de al lado que él dice que es mentira, todo le empezó
a ir mal: que perdió el trabajo, que le robaron el coche, que lo asaltaron dos
veces, que una de las veces le rompieron la nariz y ahora respira mal. Y lo
peor, se cumplió lo peor. Lo que yo le vaticiné: se encontró a la piba en la
cama con mi sobrino, el hijo de su hermano, mi cuñado. Eso me lo contó mi
suegra, para que yo recapacite y vea que él no está con la mocosita. Ella dice
que todo esto es mi culpa, que la ley de atracción dice otra cosa, que yo hago
mal las cosas y así me va.
La
cosa es que ayer me llamó desesperado para que venga hasta acá donde nos
conocimos. Dice que si lo perdono acá, va a encontrar la paz. Pobre tipo quiere
paz, no sabe lo que le espera, pero es raro andar con estos zapatos y que no me
pase nada, que no se me caiga nada. Ni siquiera me caga una paloma, eso que
sobrevuelan cientos a mi paso. Lo único que me alivia la ansiedad, es la
pelotita antiestrés que aplasto sin tregua con mi mano derecha dentro del tapado.
La aplasto y pienso en la cara redonda, blanda y roja. La aplasto y hago de
cuenta que son sus ojos, sus testículos, su nuez de Adán lo que aplasto. La
verruga gigante que le cuelga del labio superior y que él disimula con ese
bigotito de cana, aplasto.
Qué tipo inmundo, yo no sé cómo pude haber estado tanto tiempo con
él, pero aquí voy a su encuentro para terminar con este infierno. Hoy es la
última vez. Ya llego. Me odio y lo odio, pero mas me odio a mí por estar aquí,
por creer que esta va a ser la última vez que camino estas calles. Mi suerte es
perra y seguramente voy a pisar estas veredas mil veces mas hasta gastarlas y
él siempre va a estar en esa misma esquina con su inflamada cara roja y su
asquerosa verruga que por mas que la quiera esconder le salta como un gusano
violeta y aterrado entre los dientes y los pelos del bigote. Antes de verlo a
él, veo a la verruga. Aplasto todo lo que mas puedo la pelotita en mi bolsillo.
Nos separa un semáforo verde. No cruzo. Lo miro y no cruzo, espero el rojo. Mi
mano destroza la pelotita.
Rogué con fe ciega que se parta la tierra ante mí y me trague.
Atravesé una de las peores calles de la ciudad, donde es un milagro salir viva
y no sólo salí ilesa, sino que tengo todas mis pertenencias intactas, menos la pelotita
que se desintegra en pedacitos de goma caliente bajo mis uñas. Caminé bajo
todos y cada uno de los balcones de estos edificios podridos a punto de venirse
abajo y ni una mísera cáscara de pintura ha caído ante mis enfebrecidos ojos.
Temo que mi representación final sea un fiasco. Los pedacitos de
goma caliente se me pegan entre los dedos, tengo náuseas.
El semáforo se pone rojo, respiro hondo. Lo veo. Está parado como
dijo, en la esquina que dijo y su cara es tan roja como una bola de fuego. Un
fogonazo de odio me encandila los ojos, dudo un instante. Mis pies están
paralizados en el borde del cordón de la vereda. Los autos pasan a una
velocidad estrepitosa. Dos o tres pasos y seré arrollada por uno de esos
bólidos y le voy a arruinar la vida. Para siempre me tendrá que ver reventada
en el suelo, con la cabeza partida y esa expresión que ensayé todos estos días.
Como de revancha, como de “tomá, te gané”. Acá me tenés y ahora hacé conmigo lo
que quieras, si querés guardá los pedacitos míos en un frasco de formol así los mirás y mirás cuando me extrañás mucho. Y te das cuenta del desastre que hiciste al engañarme
con la vecinita y no lo negás mas.
La cabeza me late y me arde con locura. Bajo el cordón ciega
¿Quería paz? Voy a entregarle todo lo que tengo para que nunca tenga paz.
Recupero la visión, busco su cabeza púrpura como referente y no la encuentro.
Sólo veo ante mí dos o tres autos colisionando y por los aires un cuerpo
redondo que se eleva y cae pesado contra el asfalto, al tiempo que la gente que
me rodea grita sofocada.
Camino despacio hasta el bulto embestido que yase sin moverse en
el medio de la calle. No puedo creer lo que estoy viendo: es él. Su cabeza está
mas roja que nunca, a borbotones le salen ríos de sangre por todos los
orificios que alcanzo a ver. En medio de ese torrente espeso, la verruga está
intacta y sus ojos clavados en el aire con una expresión vacía. Tal vez haya
querido decirme algo en esa mirada final, pero me mira así: frío como un
pescado en la góndola de un supermercado. Tan inconmovible es su mirada y está
tan cerca de mis zapatos de piel de pitón que me estremece. Sin que nadie lo
note me descalzo y allí quedan los zapatos malditos embarrados con las aguas de
las alcantarillas. Ahora manchados también con su sangre, total nunca mas voy a
usarlos.
Pego la vuelta pensando en mi mala suerte y en cómo voy a hacer
ahora para olvidar. Se me viene a la mente todo este asunto de la ley de
atracción y que mi suegra tiene razón: algo mal debo estar haciendo. Desde una
ventana alguien canta ese tango que dice “ni el tiro del final, te va a salir”