A esa muchacha
que dio a morder
su piel de manzana
cuando Cupido
plantaba un nido
en cualquier ventana.
-J.M. Serrat-
No tenían memoria desde cuándo los dos vivían peleados en la misma casa. El odio que se tenían era el producto de un amor aplastado por resentimientos y desganos.
Ella le fue censurando todas las mujeres que él miraba, él la fue dejando cada vez mas sola de otras companías.
Solos estaban los dos para tenerse.
Y en esa soledad se hacían pequeñas maldades, se malgastaban de a ratos en reproches, se arrollaban como trenes cruzándose por las mismas vías, para luego asustarse de los excesos y quedarse callados, rumiando culpas entretejidas de espanto, durante el resto del día.
No tenían otra vida, se habían olvidado cómo habían sido otras épocas, acumulando malos entendidos, esperando en vano cosas el uno del otro.
Los dos habían envejecido juntos hasta el hartazgo.
A él los días se le confundían entre lo que pasaba afuera de su cuarto de soltero, espiando la calle detrás de una ventana sucia y alguna que otra cosa que lo involucraba directamente con el mundo, como podía ser un saludo con algún vecino en la farmacia, el pago de algún impuesto, una visita al médico o las preguntas incisivas de su madre al entrar en esa habitación venida abajo.
Ella era una anciana eléctrica que lo único que hacía era cuidar de él, que era otro anciano algo menor, pero curiosamente parecía mas viejo. Habían tomado la apariencia de un matrimonio sin amor, los unían esas paredes despintadas y un pasado lejano que se perdía en el tiempo, un pasado que se descolgaba en fotos en sepia tapizando las paredes.
Allí se los podía ver en días remotos donde los cumpleaños se festejaban, las vacaciones tenían paisajes detrás y los encuentros familiares merecían ser fotografiados.
En aquellos días de fotos y cuadros, recien uno intuía el vínculo que había entre ambos. Ella era una madre gorda de cabellos renegridos, sonreía desde unos labios oscuros supuestamente rojos y el niño un muchachito regordete y rosado a lápiz, con un pantaloncito corto.
Ya portaba una mirada solitaria.
Los días presentes ya no se fotografiaban mas que en sus miradas, las palabras apenas se decían y las comidas eran eternos silencios masticados al compás de un televisor que dibujaba fantasías de colores para dos estatuas.
La anciana madre seguía viviendo por él. Vivía de mas por ese anciano que tenía que cuidar como a un niño y cuando la fatiga de vivir la acobardaba pensaba en diferentes maneras de deshacerse del viejo. Cuando llegaba a aquél punto se horrorizaba de sí misma porque ese viejo era su hijo y saltaba de la cama, corría al jardín a cortar flores o a la cocina a preparar manjares que luego el anciano niño deglutía.
Salvo el pastel de manzanas que era su preferido y ya nunca mas se lo cocinaría, en penitencia por algo que la había ofendido mucho.
Y él no se moría por no darle el gusto a la vieja bruja que le había dado el ser, entonces engordaba felíz todas las horas que podía, la mataba con la indiferencia, no la miraba y no le contestaba preguntas.
Pero si una mañana no la escuchaba andar por el patio desde temprano, comenzaba a temblar de miedo y se acercaba despacio a la cama de ella, atormentado de no escuchar su respiración y entonces cuando ella lo tenía sobre sí, todo compungido y arrepentido llorando del susto, la vieja largaba una carcajada sonora y todo el amor que se le estaba por desparramar en los brazos a él, se le volvía furia y le decía las peores cosas que se le venían a la boca.
Luego en su cuarto, se reía de esa vieja malvada y pensaba en alguna venganza por el estilo.
Hasta en la remota posibilidad de morirse en serio, así la vieja estiraba la pata de bronca por no ser ella la primera en partir.
Pero estaba tan bien alimentado, tan bien cuidado por su madre que era dificil morirse así. Los problemas de la vida nunca lo tocaban del todo gracias a esa protección enfermiza que había hecho el milagro fatal de mantener a un niño caprichoso en el cuerpo de un anciano virgen.
Y así por no darse el gusto de dejar al uno sin el otro, podrían haber alcanzado la inmortalidad.
Pero un día de otoño, de esos en que el sol entra a volverse tibio y las manzanas brillan de ganas en el mercado, el niño viejo estaba aburrido pensando maldades para molestar a su madre, cuando sin querer detuvo su mirada en la dama que entraba en la casa de enfrente. La mujer traía la bolsa llena de manzanas verdes y sintió que el placer en su boca le embriagaba los sentidos. Para completar todos sus males ella era bien gorda y morena como debían ser las buenas mujeres y como si eso fuera poco encanto, con el correr de los días él descubrió que ella cocinaba como los dioses, los aromas que escapaban de esa cocina eran un elixir y superaban los de su madre, que ya era mucho decir!
Desde el felíz día en que descubrió a su gorda vecina, vivió pegado a la ventana, llenando su alma de perfumes gastronómicos y elucubrando manjares. Adivinando lo que se escondía en la canasta de la mujer gorda él edificaba fantasías deliciosas.
Cuando ella lo descubrió completamente pegado a los cristales, divisó su mirada derretida, su nariz humeando novedades culinarias y su sonrisa embobada imaginando sus bocados el amor fue definitivo.
Una tarde de invierno que la casa se le estaba viniendo encima, ella puso manos a la obra y corrió a la alacena por el pote de harina, entibió la manteca, buscó los mejores huevos, los mas grandes y amarillos que encontró, los batió con ganas y con sus brazos enormes que estaban de fiesta. Una vez que estuvo la masa lista la dejó descansar en la heladera, para que todos los ingredientes se enamoren entre si.
Como enamorada estaba ella.
Fue por las manzanas mas verdes, las mas lustradas, las que tenía de adorno sobre la mesa, esas grandotas y jugosas y las cortó en tajaditas bien finas, las bañó con limón, las zambulló en azúcar y canela y las acomodó prolijamente como si de una pintura se tratara, en una fuente bien linda que tenía, sobre ella esparció la masa y dejó que se horneara.
Esos momentos de espera fueron siglos, su corazón le saltaba por todos lados, se le había escapado del pecho y lo tenía en la garganta, de repente en la boca, ahora en los ojos, luego en las manos, despues en los pies.
Cuando estuvo listo el pastel, su corazón se metió ahí dentro y ella que ya era todo un regalo con moño de lo bonita que estaba, se cruzó a la casa del solterón de enfrente, a saludarlo a él y a su ancianisima madre, con el pastel en las manos.
Al oir el timbre él bajó esas escaleras que lo conducían a la sala, temblando, donde seguro tambien estaba la vieja. Y se encontró con su recién llegada vecina, sonriendo y nunca supo si fue esa risa anaranjada o el pastel entre sus manos, pero algo de todo eso lo hizo sentir vivo.
-Es para la hora del té- le dijo ella-. Y dio por sentado una tarde juntos.
El corazón de algodón apelmazado del niño viejo pegó tal salto que las dos mujeres se dieron cuenta y se sonrieron cómplices de ver al solterón felíz por un momento.
Esa tarde por primera vez en años fueron felices todos en esa casa desvencijada y triste.
La vieja y la gorda hablaron de manjares, mientras el niño crecía de felicidad sin entender muy bien los motivos de aquella alegría, ni detenerse a preguntar nada. Estaba contento de que esas dos mujeres se entendieran y hablaran de cosas tan interesantes.
Él participada con la mirada, se devoraba el pastel y sonreía sin poder evitarlo.
Desde esa tarde en que las hojas resecas del otoño hicieron un cordón en la calle para que la gorda cruce de vereda con el pastel humeante, él fue dejando los cristales de su cuarto y los fue cambiado por unos cristales mas pequeños y redondos, que resbalan lentamente sobre la naríz de su hermosa vecina y agrandan sus ojos azules hasta el delirio.
Allí se pasan el día los dos jugando a las palabras cruzadas, tejiendo ilusiones de telenovelas y hablando bajito para que las paredes no escuchen el escándalo que provocan sus palabras.
Y en la casa de enfrente la anciana mayor ha comenzado a descansar felíz entre unos almohadones blancos y sonríe complacida, sabe que el viejo debe estar retozando entre unos brazos gordos y aterciopelados, mientras las manzanas se confunden con el caramelo, ellos se confunden en abrazos y luego abren las ventanas para espantar el olor a quemado.
Ella cierra los ojos, imagina unas manzanas tiernas bañadas por el azúcar a punto caramelo y su alma por fin encuentra descanso.