Donde vivo es otoño. En mi casa es otoño. Me refiero al perímetro que delimita las dimensiones del terreno donde está erigida mi casa. Ahí es otoño. Para ser mas precisa, en el frente y fondo de mi casa, es otoño. También en la superficie exterior e interior y todos los recovecos de mi casa, es otoño.
De modo que no es raro que todos los árboles hayan comenzado a cambiar de color y estén mutando lentamente del verde fresco del verano, al amarillo, al ocre y al rojo, porque -vuelvo sobre lo mismo y perdón por lo reiterativa- pero es otoño.
En el hemisferio sur, es otoño.
En los parques y playas y calles y solares baldíos y estacionamientos y veredas y techos y pasillos y autocines y montañas y carreteras y macetas y balcones y jardines y grandes tiendas y pizzerías y ventanas de cafés del hemisferio sur, es otoño.
Que quede claro, me gusta el otoño.
Disfruto de su belleza ocre.
Adoro caminar por veredas abandonadas y aplastar hojas, escuchando ese ruido seco y quebrado bajo mis pies.
Yo, simple espectadora de una pintura natural en movimiento, me pierdo detrás de los cristales de este café olvidado en medio de la ciudad y observo cómo cambia el paisaje. Y ese instante pequeño se vuelve grande, tanto que lo escribo. Me abriga la mirada ver cómo el viento leve se entretiene con un montoncito de hojas, a las que balancea de aquí para allá. Ahora en círculos. Ahora en flechas. Ahora no, porque el viento se toma un respiro y mis ojos se alimentan de belleza y yo tomo un sorbo de café y el mozo tararea una vieja canción de amor, que combina perfecta con la melancolía de este atardecer otoñal.
Entonces, veo de pronto, con horror, a una militante de la Cofradía de las Escobas, para mi desgracia, tiene entre sus manos el fundamento de su existencia.
Está enfrente del café en el que yo me encuentro escribiendo y va a dar comienzo a la faena que arruinará la belleza que estaba alimentando mis ojos. Tiene el aspecto de una mujer normal, no parece una mala persona, sonríe con simpatía a unos niños que pasan y seguramente cocina rico, pero pertenece a la cofradía y eso me predispone mal, empiezo a verle bigotes y pelos en las piernas.
Las militantes de este grupo pro higiene visual, año tras año compran escobas de paja bien grandes cuando termina febrero, y en los meses subsiguientes uno de los motores de sus pulcras vidas es mantener la limpieza y el orden de sus veredas.
Por allí el otoño tiene prohibido pasar, entonces el pobre anda a las zancadas.
Apenas caen dos hojas, ellas salen muñidas de sus escobas nuevas a espantarlo y barren las dos hojas, y las meten en bolsas o lo que es peor, las apilan en grandes montoncitos y las queman. Con lo perjudicial que es para la salud respirar ese humo cargado de nitratos, nitritos, dioxinas, material particulado y hollín, ellas limpian sus veredas y ensucian sus pulmones –y los ajenos- pues dignas integrantes de la cofradía, se quedan custodiando las fogatas hasta que todo queda convertido en polvo y finalmente juntan los restos con una pala y al caer la noche en sus veredas no es otoño.
Con espanto a la mañana siguiente comprueban que si, que el otoño es rebelde como la gran siete y vuelven a empezar con la tarea titánica de ir en contra de la naturaleza y barren y barren a toda hora. Cuando terminan unas, empiezan otras. Y así un concierto de señoras y jardineros enérgicos barren y podan, podan y barren, ejecutando la sinfonía de las hojas muertas a lo largo del día.
Ahora salgo del café. Evito pasar por la vereda del humo. Es difícil, porque en casi todas las veredas están las militantes y sus montoncitos de humo, abrazadas a sus escobas. Busco esperanzada una calle que alguien se haya olvidado de barrer y es inútil. Todas ya han sido, o están siendo limpiadas de otoño. Todas están siendo afeadas y emprolijadas y guardadas en negras bolsas de consorcio o en montoncitos destinados a la quema.
Camino y mis pies pisan nada más que ladrillos.
Ahora veo que cae una hojita en la vereda de enfrente y corro a rescatarla, pero antes una militante de la Cofradía, que espía atentamente detrás de la ventana, sale con urgencia y la recoge y la guarda en la bolsa negra y mis ojos se quedan más oscuros que la bolsa y un poco tristes.
Un gato que espera la noche, huye ante mis pasos sombríos y se pierde en la calle que lleva hasta mi casa, donde es otoño. Desde acá puedo divisar mis fresnos altos, enormes acariciando el cielo. Desde acá los veo brillar y latir y desnudarse bajo el aire tibio de marzo.
Mis fresnos en otoño son gigantes amarillos.
Ahora por fin bajo mis pies se deja oír el tan ansiado crash-crash, estoy en mi vereda y antes de entrar a casa doy unas vueltas como poseída sobre el colchón de hojas que se ha acumulado después de días y días.
Entre las sombras de las ventanas las militantes de la Cofradía de las escobas, me espían y se llaman por teléfono escandalizadas de lo que están viendo. Comprueban porqué no han podido captar mi interés por pertenecer a tal agrupación. Verifican que soy rara, que me falta un tornillo y van por los fondos y cuchichean a través de los tapiales compadeciendo a mi familia. Y dicen de mí, que la pobre mujer de la mitad de cuadra está loca.
(Gracias Ybris, escribí esto luego de leer tu Primavera sin exagerar :)