De nuevo estoy de vuelta
Después de larga
ausencia
Igual que la
calandria
Que azota el
vendaval
Y traigo mil
canciones
Como leñita seca
Recuerdo de fogones
Que invitan a
matear
-Luna cautiva-
Tu amor es una estrella
con forma de guitarra, una luz que me alumbra en la oscuridad, sigue así esta
zamba vieja y pura. Resuena en mi interior cada estrofa suya mientras vuelvo de mi
pueblo. Afuera la voz del Raly Barrionuevo se acerca y me instiga a escribir la
emoción del regreso. Los cielos son tan anchos en las carreteras pampeanas...
El horizonte
interminable de la llanura es interrumpido acá por un pastizal seco,
por un montecito allá lo lejos, ahora una tapera sombría que miro largamente
hasta perderla de vista y creo que se vendrá abajo con los próximos vientos, sin embargo seguirá erguida allí, hasta la próxima vez que la vea, para
volverse eterna ante mis ojos. Los cielos estos pueden abarcar toda una
tormenta y acunarla en forma de vaivén sobre mi congoja, que se mece igual que
las nubes ocupándome toda.
Siempre es así cuando me
voy, siempre.
No me sorprende que el tiempo no modifique eso, es parte de mí este
sentir. Ya no lucho contra eso. Aprendí a vivir con esa sensación de no ser de
aquí y tampoco de allá, como decía Cabral, el poeta heroico. Con el tiempo
aprendí a ser en donde estoy.
Esa calle caprichosa y vasta que viene del Oeste,
me come cuando avanzo y me tira en un desparramo de horas huecas en esta ciudad
fatal que es Buenos Aires. No sé cómo pero ha de ser que con los años se me
mezclaron las dos formas entre las venas y añoro también –cómo no- estas
callecitas tumultuosas e infectadas de basura y cemento. Estresadas, insomnes estas calles, tienen
ese “qué se yo” como dice el tango y respiro al verlas aparecer entre mis ojos
con sueño.
De nuevo estoy de vuelta.
Atrás quedó mi pueblo con todo lo que amo
de él: mi madre, la casa de mi infancia, la sombra de mi viejo. Los juegos, el
barrio. La estación de trenes que pernocta y amanece en amarillo. Los tilos
centenarios, los paraísos inmensos pinchando el cielo. Y por supuesto en verano
el perfume del ceibo, que rojo y sutil viene y se va cuando quiero retenerlo en
un respiro. Así es el andar desvelado de los amores eternos, como la fragancia
efímera del ceibo, como la “luna cautiva” que me besa y se va. Así de frágiles son los
pequeños momentos que se me antojan eternos.
Un color, una esencia, un
cielo y el regreso.