Me gustaría contarlo ahora, que es invierno. Decir que era Junio cuando hacíamos las fogatas, que la tarde era una lengua de tierra que nos saboreaba como si fuéramos helados y que había cierta añoranza instalada en mi mirada, cuando aún no sabía que eso era melancolía.
Contar por ejemplo que la calle se extendía oscura hasta perderse en el campo y que era tan larga como fuegos yo podía contar. Que no tenía cuadras, ni metros. La calle de mi infancia, mi calle Gutiérrez eran diez fuegos, cinco fuegos... Hasta esa vez, qué pena, sólo dos fuegos.
Quiero contar la tarde de los dos fuegos.
Porque fue la última.
Era un fuego aquí y uno mucho mas abajo, lejos, casi donde el pueblo se termina.
El fuego de aquí, era tan alto que tocaba el cielo y yo íntimamente temía que derritiera todas las nubes y comenzara a caer el agua sin querer y nos lo apagara.
Eso nunca pasó, por suerte.
Me refiero a lo de la lluvia, el cielo nunca se nos vino encima.
Pasó sí, el fuego se apagó.
Se apagó solo, una tarde de Junio que se nos pasó, otra tarde de Junio que estábamos peleados, otra tarde de Junio que ya pensábamos que éramos grandes, otra tarde mas que no tuvimos ganas de juntar las ramas y así fueron pasando tardes y años de Junio sin fogatas. Como si nunca en nuestras vidas hubiera habido fogatas en las tardes de invierno. Como si la tarde, hubiera sido siempre un bastión desolado, un poco frío, un poco deslucido, medio gris. Con algunas farolas encendidas aquí y allá, para reemplazar aquellos fuegos que fuimos dejando apagar.
Y la melancolía era un trapo viejo con el que no me podía secar los ojos, porque me arañaba.
Contar por ejemplo que la calle se extendía oscura hasta perderse en el campo y que era tan larga como fuegos yo podía contar. Que no tenía cuadras, ni metros. La calle de mi infancia, mi calle Gutiérrez eran diez fuegos, cinco fuegos... Hasta esa vez, qué pena, sólo dos fuegos.
Quiero contar la tarde de los dos fuegos.
Porque fue la última.
Era un fuego aquí y uno mucho mas abajo, lejos, casi donde el pueblo se termina.
El fuego de aquí, era tan alto que tocaba el cielo y yo íntimamente temía que derritiera todas las nubes y comenzara a caer el agua sin querer y nos lo apagara.
Eso nunca pasó, por suerte.
Me refiero a lo de la lluvia, el cielo nunca se nos vino encima.
Pasó sí, el fuego se apagó.
Se apagó solo, una tarde de Junio que se nos pasó, otra tarde de Junio que estábamos peleados, otra tarde de Junio que ya pensábamos que éramos grandes, otra tarde mas que no tuvimos ganas de juntar las ramas y así fueron pasando tardes y años de Junio sin fogatas. Como si nunca en nuestras vidas hubiera habido fogatas en las tardes de invierno. Como si la tarde, hubiera sido siempre un bastión desolado, un poco frío, un poco deslucido, medio gris. Con algunas farolas encendidas aquí y allá, para reemplazar aquellos fuegos que fuimos dejando apagar.
Y la melancolía era un trapo viejo con el que no me podía secar los ojos, porque me arañaba.