Necesito alguien
que me emparche un poco
y que limpie mi cabeza
que cocine guisos de madre
postres de abuela
y torres de caramelo.
-Sui géneris-
-Sui géneris-
El día está ideal para trasladarse.
Por eso yo pico frutas maduras que compré especialmente para hacer dulce.
Damascos que se deshacen solos y frutillas.
En realidad yo vivo de traslado en traslado. Aquí mismo, sin moverme demasiado viajo por mundos infinitos.
Entro, salgo, me quedo un rato.
Investigo. Alucino. Me desintegro. Vuelvo a tomar forma.
Vivo allí o creo que vivo, que es lo mismo.
Por eso yo pico frutas maduras que compré especialmente para hacer dulce.
Damascos que se deshacen solos y frutillas.
En realidad yo vivo de traslado en traslado. Aquí mismo, sin moverme demasiado viajo por mundos infinitos.
Entro, salgo, me quedo un rato.
Investigo. Alucino. Me desintegro. Vuelvo a tomar forma.
Vivo allí o creo que vivo, que es lo mismo.
Doy vueltas, cambio de color, me desarmo y me hago dulce.
Pero hoy, que está nublado y que la mañana tiene cierto encanto bucólico, he decidido trasladarme de verdad y ser mi abuela.
Y hago un dulce que huele a un tiempo que se fue hace mucho. Mi abuela no tenía balanzas. Yo tampoco, entonces mido a ojo.
Una taza de azúcar, por una taza de fruta picada. Dejo macerar, mientras escribo esto y también mientras escribo enciendo el fuego y pongo la cacerola dándole un hervor fuerte al principio. Cuidando que no se queme, para luego bajarlo a fuego mínimo y revolver hasta que espese.
Que para eso pasarán mil años, mientras juego a ser mi abuela.
Cuando hablo de mi abuela, me refiero a la española. Mi abuela paterna, porque también tuve una abuela italiana, la mamá de mi mamá, que no conocí. Murió poco antes de que yo naciera, pero esa es otra historia que aún me debo.
La española, que fue mi única abuela y que era menudita y tenía toda la cabeza blanca de canas con dos peinetas y una sonrisa hermosa, hacía unos dulces caseros con fruta de sus árboles que eran mi perdición. Mis primas y yo juntábamos los higos. Nos comíamos las brevas que son los higos gigantes y los más deliciosos y con el resto corríamos a la cocina de mi abuela, para que hiciera el dulce. También recolectábamos ciruelas rojas y amarillas, en cantidades industriales trepadas de los árboles o las recogíamos del piso.
Aquella cocina de mesada blanca se llenaba de frutas enseguida. Era pequeñita y tenía una puerta de dos hojas que daban a un patio de ladrillos y parras donde éramos felices.
Miré mi patio y era un poema sin escribir, como aquél otro patio mío, viejo. El mío, el de ahora, estaba ahí dibujado sobre el césped. Los pétalos del jacarandá durante la noche hicieron un manto redondo y lila. Mas atrás las glicinas que entraron a descontrolarse y por un momento quebraron el romance de mis ojos, haciéndome pensar que debía llamar urgente al jardinero. Y las rosas como esperándome.
También el jazmín peruano que cuelga en cataratas blancas y la madreselva y su perfume que me regalaron mis tías. Ellas ya no están en esta tierra, pero sus plantas sí y me siguen dando flores.
Es como verlas sonreír cada primavera.
Yo cada tanto revuelvo el dulce con una cuchara de madera, como revuelvo los recuerdos. Va queriendo. Van tomando cuerpo recuerdo y mermelada. Entre lo escrito y lo que flota sin poder ser dicho, revuelvo.
No detengo mi mano, ni mi pensamiento.
Revuelvo y escribo.
Mezclo entre las frutas un silencio de mañana que recién empieza y los pájaros en mi jardín están de fiesta. Doy vueltas con la cuchara en ese fondo rojo y espumoso, repleto de burbujas calientes, atrapando al fin el aroma de mi infancia.
Pero hoy, que está nublado y que la mañana tiene cierto encanto bucólico, he decidido trasladarme de verdad y ser mi abuela.
Y hago un dulce que huele a un tiempo que se fue hace mucho. Mi abuela no tenía balanzas. Yo tampoco, entonces mido a ojo.
Una taza de azúcar, por una taza de fruta picada. Dejo macerar, mientras escribo esto y también mientras escribo enciendo el fuego y pongo la cacerola dándole un hervor fuerte al principio. Cuidando que no se queme, para luego bajarlo a fuego mínimo y revolver hasta que espese.
Que para eso pasarán mil años, mientras juego a ser mi abuela.
Cuando hablo de mi abuela, me refiero a la española. Mi abuela paterna, porque también tuve una abuela italiana, la mamá de mi mamá, que no conocí. Murió poco antes de que yo naciera, pero esa es otra historia que aún me debo.
La española, que fue mi única abuela y que era menudita y tenía toda la cabeza blanca de canas con dos peinetas y una sonrisa hermosa, hacía unos dulces caseros con fruta de sus árboles que eran mi perdición. Mis primas y yo juntábamos los higos. Nos comíamos las brevas que son los higos gigantes y los más deliciosos y con el resto corríamos a la cocina de mi abuela, para que hiciera el dulce. También recolectábamos ciruelas rojas y amarillas, en cantidades industriales trepadas de los árboles o las recogíamos del piso.
Aquella cocina de mesada blanca se llenaba de frutas enseguida. Era pequeñita y tenía una puerta de dos hojas que daban a un patio de ladrillos y parras donde éramos felices.
Miré mi patio y era un poema sin escribir, como aquél otro patio mío, viejo. El mío, el de ahora, estaba ahí dibujado sobre el césped. Los pétalos del jacarandá durante la noche hicieron un manto redondo y lila. Mas atrás las glicinas que entraron a descontrolarse y por un momento quebraron el romance de mis ojos, haciéndome pensar que debía llamar urgente al jardinero. Y las rosas como esperándome.
También el jazmín peruano que cuelga en cataratas blancas y la madreselva y su perfume que me regalaron mis tías. Ellas ya no están en esta tierra, pero sus plantas sí y me siguen dando flores.
Es como verlas sonreír cada primavera.
Yo cada tanto revuelvo el dulce con una cuchara de madera, como revuelvo los recuerdos. Va queriendo. Van tomando cuerpo recuerdo y mermelada. Entre lo escrito y lo que flota sin poder ser dicho, revuelvo.
No detengo mi mano, ni mi pensamiento.
Revuelvo y escribo.
Mezclo entre las frutas un silencio de mañana que recién empieza y los pájaros en mi jardín están de fiesta. Doy vueltas con la cuchara en ese fondo rojo y espumoso, repleto de burbujas calientes, atrapando al fin el aroma de mi infancia.
Yo quería ser mi abuela, trasladarme a sus manos y a ese temperamento suyo, que la hacía tan enérgica y tan fuerte, siendo pequeñita.
Y no he podido.
Me he trasladado a esa niña que fui, que corría por esa galería cargada de frutas y con las rodillas todas raspadas y los pelos endemoniados.
Quería ser mi abuela y que el dulce me saliera tan rico como a ella, pero ahora mismo soy una niña que se tiene que parar en puntas de pie para ver el dulce que hace “blooop-bloop” y revolverlo con muchísimo cuidado para no quemarse. Que no puede dejar de jugar a la cocinera de antaño. Que prepara frascos para esterilizarlos y que sueña con despertarse mañana por la mañana y untar ese manjar en el pan recién comprado.
Y no he podido.
Me he trasladado a esa niña que fui, que corría por esa galería cargada de frutas y con las rodillas todas raspadas y los pelos endemoniados.
Quería ser mi abuela y que el dulce me saliera tan rico como a ella, pero ahora mismo soy una niña que se tiene que parar en puntas de pie para ver el dulce que hace “blooop-bloop” y revolverlo con muchísimo cuidado para no quemarse. Que no puede dejar de jugar a la cocinera de antaño. Que prepara frascos para esterilizarlos y que sueña con despertarse mañana por la mañana y untar ese manjar en el pan recién comprado.