¿Qué le importan a las palabras
el color del manto
que cubrirá su destino de ocaso?
Estos últimos días he vivido en una palabra.
Cambié de casa, de habitación, de ropa, de costumbres, de risa, de gente, de libros, de música, de hastío. Todo por una palabra que me tuvo de huésped permanente.
Yo no sé cómo pude, pero me instalé allí como si hubiera vivido siempre en ella.
Hice de su puerta mi pasaje, de su sala mi antojo, de su ventana mi nido, de su cielo mi destino, de su tristeza mi río. Y así he vivido, partiendo de todo lo demás, para vivir en ella.
Las dos hicimos buenas migas, nos levantábamos casi al amanecer para contemplar el día desde el principio. Si el tiempo se parecía a nosotras lo dejábamos entrar, sino bajábamos los ojos tercos, mirábamos para otro lado y nos pintábamos de los colores que tienen los días de bruma. Cuando nos hartábamos de estar quietas, nos poníamos la mochila al hombro y nos tirábamos por las calles que nos llevan directo al barranco. Sólo para quedarnos apostadas en el mirador que da al río, con la esperanza de verlo, pero nada de él se vislumbra. La ciudad ha crecido tanto, que se pierde en un caserío y mas allá las autopistas del sur.
Todo lo que llega de él es su viento anunciando la crecida.
Esa voz de sudestada que avisa que vendrá, que siempre está volviendo.
Y después, las dos -quien me aloja y yo- de regreso.
Hotel de media estrella y mujer, recolectando los perfumes de un verano de tilos que termina.
Posada y mujer, pensando qué palabras pueden contar este ocaso, cuando aún el cielo está en lo alto y la mañana tiene un arrebato deslucido.
Destierro, ¿de qué color te visto?
Cambié de casa, de habitación, de ropa, de costumbres, de risa, de gente, de libros, de música, de hastío. Todo por una palabra que me tuvo de huésped permanente.
Yo no sé cómo pude, pero me instalé allí como si hubiera vivido siempre en ella.
Hice de su puerta mi pasaje, de su sala mi antojo, de su ventana mi nido, de su cielo mi destino, de su tristeza mi río. Y así he vivido, partiendo de todo lo demás, para vivir en ella.
Las dos hicimos buenas migas, nos levantábamos casi al amanecer para contemplar el día desde el principio. Si el tiempo se parecía a nosotras lo dejábamos entrar, sino bajábamos los ojos tercos, mirábamos para otro lado y nos pintábamos de los colores que tienen los días de bruma. Cuando nos hartábamos de estar quietas, nos poníamos la mochila al hombro y nos tirábamos por las calles que nos llevan directo al barranco. Sólo para quedarnos apostadas en el mirador que da al río, con la esperanza de verlo, pero nada de él se vislumbra. La ciudad ha crecido tanto, que se pierde en un caserío y mas allá las autopistas del sur.
Todo lo que llega de él es su viento anunciando la crecida.
Esa voz de sudestada que avisa que vendrá, que siempre está volviendo.
Y después, las dos -quien me aloja y yo- de regreso.
Hotel de media estrella y mujer, recolectando los perfumes de un verano de tilos que termina.
Posada y mujer, pensando qué palabras pueden contar este ocaso, cuando aún el cielo está en lo alto y la mañana tiene un arrebato deslucido.
Destierro, ¿de qué color te visto?