El aire celeste
comenzó a subirse a horcajadas sobre el mar, un vaivén de olas mecía un velero
a lo lejos confundiéndose con las crestas espumosas. Desde el sosiego que me
envolvía pensé, no sin pereza, en regresar a la cabaña, pero la arena estaba
tan tibia, el murmullo del agua se oía como el eco marino que queda atrapado en
los caracoles y si bien tenía que volver, me convencí de que era verano y que
no siempre podía encontrar esa serenidad que se parecía bastante a un nido se
ramitas tiernas.
A poca distancia
podía divisar entre las cortaderas, la carretera que desembocaba en la playa y
que me había traído. También se me cruzó que debía volver a Buenos Aires;
escondí la cara entre los brazos como queriendo alejar esa idea y ponerme a hurgar en otro pensamiento que no exigiera traslados. A pocos metros
los autos pasaban como bólidos y yo no quería pensar en el viaje ahora. Al
abrigo de un sombrero de ala ancha me olvidé de todo hasta quedarme sumida en
una especie de colchón de agua, era tan mullido que me acordé de aquella vez
que me sorprendió una tormenta de viento y el aire se filtraba por los
intersticios de las maderas de la cabaña y yo miraba por la ventana que me
dejaba ver el campo y el cielo era entonces una amenaza oscura. Sin embargo,
atrás, muy arriba de los nubarrones el sol me servía de refugio. Sobre su fuego
arenoso mi amparo olía a sal, una brisa
deliciosa me abrigaba como si yo fuera un gorrión.
Un gorrión que
llora porque no se quiere ir, no es un gorrión, pensé; es un pájaro caprichoso que no
entiende de finales. Un gorrión que llora puede perderse entre los hilos del arcoíris
y al final terminar picoteando las monedas de oro de un jarrón de flores que no
fueron sembradas por nadie y que si yo quisiera y no me pesara tanto el cuerpo, me levanto y cosecho
un gran ramo para poder volar. Todo es rojo y ancho, estoy planeando sobre el
mar ahora mismo. Un gorrión puede volar, volar hasta llegar mas allá de las
nubes y el vértigo, pero las hojas no están tan verdes como para sostenerme y las
espinas siempre duelen en mis manos. Y de pronto el agua cae sobre mí como si
desde arriba una regadera enorme eligiera este lugar para caer donde estoy volando. Abro los ojos:
llueve. El horizonte es una paleta de azules y lilas, el rojo se esfumó al
despertarme. A lo lejos puedo ver las lucecitas encendidas en la montaña, tengo
que llegar allí, me levanto con urgencia, estoy toda mojada, ha oscurecido y
tengo frío. No sé si llego, pienso mientras tiro las cosas adentro del bolso y
camino enterrando apresurada mis pies en la arena. Alcanzo a distinguir que mas allá de
los médanos se ven luces y unos perros atraviesan la playa ladrándole a la
tormenta, siento ganas de correr, pero no. Todavía me queda un gran trecho para llegar a la
cabaña, esta travesía debería haberla hecho de día, me reprocho, pero el pasaje
al otro cielo era necesario, pude sentir el vapor en mis alas de papel de
diario, ese en el que escribo los vuelos rasantes del ave migratoria que soy. Un pájaro poco melodioso, sin un plumaje vistoso, que anda a los saltos
picoteando sueños en rama y revolcándose por la tierra para sacarse los
parásitos, esas eternas apariciones.
La próxima vez vuelas de día y nos lo cuentas... :)
Besos y salud
Juro que volé de día, pero durante el sueño se hizo de noche!!!
Besos!
En la vida real estamos presos.
En los sueños somos imprevisibles.
Besos.
Vuelo iniciático... Un abrazo.
Me llegó el olor a sal y la sensación de ingravidez en un espacio de color celeste...gracias :)
Besos***
Hermoso texto Pato, ideal para escucharlo a Bird mientras se lee. Un abrazo.
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