H


Llevo días tropezando con una sombra pegajosa que parece edificarse sin sol. Surge así como de la nada y lo invade todo, como el humo negro e inexplicable de Lost.
Y me traga y me estruja en sus fauces de hollín y me deja después tirada como trapo viejo.
Para que me llene de miedo porque ya sé lo que viene después.

Todo me duele.
Abro los ojos.
¡Ay la luz! ¡Ay del día! ¡Ay de mí!


¿Una h, nada más para cambiarlo?
(risas)
Y sin embargo

Abro los ojos y hay luz.
Hay día.
Hay de mí, más de mí, algo todavía de mí. La sombra de Lost no pudo conmigo.
Camino hasta el jardín y traigo jazmines y rositas que pongo en el escritorio y el aroma a primavera me invade.
Hay día.

El sol que se había escapado no sé cuándo, hoy entró por las ventanas y está en mi casa. Se pasea por los muebles, investiga los pisos, resbala sobre mi espalda.
Hay luz.

Adentro me enciendo, los motores de la vida se prenden y las manos hacen música, juegan, trozan, lustran, escriben.
Hacen-brotes-hacen-risas-hacen-vida
Aunque duelan.
Ramas alas barriletes pinceles alma.
Mis manos me hacen a mí.
Hay de mí.

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Música bajo el agua


Se derrumban los techos, bajo un aguacero de lata. Un nubarrón con forma de barco, se despedaza en jirones líquidos, sobre las hojitas lilas del jacarandá de mi patio.
Todo lo que me rodea se diluye en este llanto desolador del cielo.
Y yo te busco enmarañada, con la mano que escribe en medio de un fuego que sólo se deja ver por mí.
Se derrumban los techos y flota como música húmeda mi quebranto

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Panaderos al viento


Soy un surtidor. Un contenedor atiborrado, una bolsa de gatos. Una carta de papel que guardé en una caja de zapatos, porque sí. Una noche ciega, un pequeño milagro.
Un tic nervioso. Un relámpago. Una niña pidiendo deseos a una flor de panadero que se desparrama en el viento.
Y aunque quiera borrarme de esta hoja donde languidezco de olvido, me doblo en pedacitos, soy en blanco y negro. Siento cómo el polvo seca los días y la tapa de la caja de zapatos se queda con el último destello de luz.

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Urgencia

Foto de Andy


Escapó la flor,
salió de tu mirada
urgente a mí.

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En capas

Abrió y cerró las ventanas por tercera vez, no hacía otra cosa que mirar para la otra cuadra. El calor de afuera y el olor a fritura del restaurante de abajo lo tenían enfermo.
Desde que abrieron esa casa de comidas vive con olor a papas fritas y con ganas de mudarse.
Miró la hora.
Ocho y media.
Un dolor en la boca del estómago, se le mezcló con una arcada y a pesar del asco, pensó en comer algo, así no iba.
¿Qué le iba a decir que él ya no supiera?
La puerta de la heladera abierta ante su cara le recordó que había queso, jamón, huevos, pan. Miró la hora otra vez y se imaginó la escena. Ella estaría llegando, con su tapado tejido, y el pelo suelto, estaría ocupando la mesita de siempre, pero con el humor descompuesto.
Sacó el pan, el queso y los apoyó en la mesada.
De inmediato buscó una cebolla.
La miró, era redonda y dorada. La apretó muy fuerte entre sus manos, tanto como pudo.
Le enterró una uña, la olió, la acarició, está en su punto justo, pensó, pero no iba a ir.
No tenía ganas de oír otra vez los mismos pretextos.
Apoyó la cebolla sobre la tabla y de un golpe seco, la partió con la cuchilla grande.
Cuando la tuvo abierta y jugosa sobre la madera, los ojos se le humedecieron un poco de ardor, y no pudo mirar mas la hora porque los tenía nublados, igual miró y no pudo ver bien si ya eran las nueve o todavía faltaba un poco.
Comenzó a quitarle la piel, capa tras capa, mientras escuchaba como una retahíla lo que ella le estaría diciendo ahora, si él hubiera ido.
Lo primero que le iba a decir, tomándole la mano y mirándolo con cara de buena, es que “era ella y no él”. Así cargaba con toda la culpa y se iba convencida de que era la mala y él la dejaba tranquila. Dejó caer otra capa más.
A ella nunca le bastaba nada, seguro le diría que “él había hecho todo bien” pero que no bastaba, siempre hacía falta algo más.
Otra capa y “mejor, amigos”, mientras decía eso, iba a dejar caer esa sonrisa que lo destruía y él no iba a poder hacer nada, por eso mejor no ir, para qué, para quedarse ahí, sentado, mirándola y diciéndole que si, que bueno, que está bien.
Así enredado en pensamientos, fue desnudándola, hasta tenerla allí, blanca y crujiente para picarla toda.
Y con la cuchilla la partió en cuatro mitades, al tiempo que se hizo un tajo profundo en el pulgar. Una zanja abierta por donde él se iba a dejar verter, sin que nadie pudiera curarlo más que el tiempo. Y llorar ácido y llorar sangre y maldecir a todos los demonios que lo dejaron solo otra vez, como siempre. Sólo contra todo, como aquella vez.
Como cuando no superaba el metro de altura y la única mujer que lo había mirado directo a los ojos, y le había dado amor, se fue. Sin mirarlo, sin decirle las razones de su adiós, se fue. Corriendo, en medio de la noche, escapando de los aullidos de los perros y de los gritos de su padre se fue, pegando un portazo. Todavía en las noches mas cerradas escucha ese portazo y después los tacos perdiéndose, primero en el pasillo, después mas lejanos en la calle y finalmente el auto enceguecido y urgente desapareciéndola para siempre de su vida.

Nada lo detuvo, ni el frío de la hoja abriéndole la carne, ni la sangre derramándose sobre los pedacitos de cebolla. Después la partió en ocho y luego ya no pudo contar mas, porque compulsivamente picó desesperado todo lo que se cruzó con el filo de la cuchilla.
El ácido se le metió en la carne y el ardor lo hizo sentir mas vivo, afiebradamente vivo. Mirando ese mar jugoso y rojo que flotaba en la tabla de picar sintió un rencor más profundo que su tajo, mas abierto, más sangriento todavía.
Un odio insondable por esa boca carnosa que amaba y que le iba a decir que no.
Un fuego prendido en el medio del pecho le entró a bajar por las venas hasta salir rabioso por el dedo pulgar, para perderse mezclado en esa baba picada que iba a tener que tirar a la basura y de paso tirar así toda su sangre, la que llevaba grabada en cada partícula, la memoria de una mujer.

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