
A los ocho años no conocía un gordo más gordo que aquél. Ni tan alto, ni tan rojo, ni tan malo cuando se enojaba, ni tan sonrisa compradora, cuando venía todo feliz porque había descubierto una nueva manera de cocinar esas asquerosas y flacas aves de caza que traía del campo.Las preparaba en una cacerola tan grande en la que entraba yo parada y mi amigo Miguelito. El otro Miguelito, no el de los trenes.